Para Pablo Martín Carbajal
Si uno recorre por primera vez las calles de una ciudad
como Santa Cruz de Tenerife –un visitante llegado de pronto, despreocupado,
imberbe o incluso “de vuelta de todo”, viajero de un trasatlántico, pasajero azaroso,
flâneur ajeno a todo– quizá no se
percate de entrada del aire malsano que desprenden determinados edificios,
ciertos rincones del centro de la ciudad o, si se arriesga a llegar hasta la
costa del extrarradio, algunas playas convertidas en vertederos o en cementerios
de gaviotas. Es posible que en un segundo paseo, alentado ya por el gusanillo
de lo inconmovible, sorprendido por esa infrecuente destreza para empolvarse
hasta la irrisión que poseen algunas damas que se descuelgan, entre la calle
del Pilar y la de Villalba Hervás, como si habitaran todavía en el interior de
una acuarela de Francisco Bonnín, nuestro visitante descubra un par de casonas,
dos o tres avenidas que difícilmente tienen parangón en cualquier otro lugar
del mundo. Lugares como la Avenida de Venezuela, el Parque García Sanabria o los
caserones de dos plantas que bordean la Rambla del General Franco –discúlpenme
si sigo llamándola como lo hacen mis conciudadanos– componen lo que algunos
pedantes denominan el punctum de la
ciudad, y esto, si no me equivoco, en razón de lo siguiente: especializada en
girar en torno a sí misma y dotada de una importante cantidad de avenidas de
circunvalación, plazas, rotondas y fuentes circulares, Santa Cruz de Tenerife
constituye un emblemático panóptico, una ciudad apuntalada sobre la
contemplación de sí misma y, por tanto, el mejor de los espacios para la
reflexión, el aturdimiento y la manía persecutoria. Tengo un amigo que la ha
llamado la ciudad de las miradas. Grandes
socavones –especialmente en la temporada de riadas–, edificios construidos al
filo de los barrancos, pasarelas sobre la autopista, cantidades industriales de
palomas achicharradas y un sinnúmero de histriones, apopléjicos, caminadelado,
perdonavidas, chuloplayas, santurronas, plastas, perroviejos, colgados,
culturetas, virujientos, raterillos, lameculos, arrimados y lelos son parte inseparable del
paisaje urbano de esta ciudad que algunos han querido llamar la otra capital del Atlántico. Lo cierto
es que personajes de la calaña mencionada pululan cada día por nuestras calles sin
que se pueda dar dos pasos sin tener que quitárselos de encima. Nuestro alelado
viajero, claro, se muestra encantado con todas estas marcas de autenticidad y
desembolsa propinas generosas incluso a los más atrabiliarios camareros. Los
tribunales de la mendicidad, las almonedas del pordioserismo y las lonjas de la
prostitución constituyen asimismo señalados lugares de esparcimiento en los que
quienes han perdido toda esperanza deambulan en busca de unas monedas o de los
últimos whiskies. Escuchar el delicioso dialecto que borbota de los labios de
una mujer de la clase media santacrucera, esa combinación de cariñosería,
desparpajo, zalamería y gracejo carcelario, debería figurar en los anales de todo
viajero atlántico que se precie como uno de los momentos más extáticos de toda
su carrera. Y hay más. En la esquina de Álvarez de Lugo con Ramón y Cajal, en
los aledaños del barrio de Progreso, se puede asistir a un espectáculo digno de
cualquier gran ciudad del África contemporánea: las ratas que suben del
barranco con las bocas llenas de desperdicios para la cena escalan
desordenadamente las cañerías que comunican la calle con el patio trasero de
una antigua imprenta. Se especula, por cierto, con que en esa imprenta, en
alguna de las dependencias que quedaron al aire libre tras la última riada,
podría encontrarse la legendaria copia perdida de la película surrealista que
en los años 30 se exhibió en esta ciudad antes que en Praga, que en Berlín, que
en Londres. Suba el viajero, si aún tiene fuerzas, por Ramón y Cajal hasta los
bares de alterne que colindan con la Rambla y siéntese a tomarse una piña
colada a media tarde en una de las terrazas tropicales. Deje que por su piel
circule el aire, que a esa hora refresca y deja a los foráneos la apacible
sensación de que podrían olvidar su nombre, su cara, su persona y hasta el
simple saberse un ser humano vivo en un lugar de la Tierra. Acaríciese entonces
las manos, masajéese la cara, descontractúrese el cuello y siéntase por fin
parte y partícula elemental del universo. Esto sólo lo logrará nuestro
visitante, si es su día de suerte, en nuestra adorada Santa Cruz de Tenerife. Alguna
vez, más tarde, creerá haberlo vivido en otros sitios, pero ese será un
recuerdo equivocado. La experiencia original fue esta, fue aquí donde
confluyeron el aire y la piel, la presencia y la gracia, el tiempo y la fisura,
el resplandor y el pozo. Parta, si aún le parece poco, en dirección al Parque
de la Granja. Oh la seducción de lo prohibido, la madre de todas las
interdicciones. Los muros de ese parque han contemplado todas las inmundicias y
se han contaminado de todas las enfermedades que el ser humano puede
contagiarles a las piedras. Hay allí un árbol circular, una especie de
minúsculo baobab en el que dos cuerpos pueden encogerse y desaparecer el uno en
el otro y ambos en el interior del árbol y el árbol con ambos dentro en la
espiral infinita de la dormida ciudad. De allí no hay luego dios que los saque.
Suba hasta la Cruz del Señor, callejee por el Barrio de la Salud, donde aún
juegan al dominó, sin matarse unos a otros, unos cuantos ancianos en la rústica
plaza. Salud Alto: donde hubo fiestas que fueron decapitaciones y
decapitaciones que fueron fiestas. Si nuestro viajero quiere pillar algo, no le
bastará con un dominio básico de la lengua castellana: tendrá que conocer la
jerga gestual del menudeo si quiere hacerse entender por los capos del
tinglado. Que pille o que no pille dependerá luego de la benevolencia de los tales,
que llegado el caso no se andan con chiquitas y menudos los talantes que se
gastan. Una vez aquí, no le queda al viajero sino tomar una guagua de la línea 027,
que, entre fumetas vestidos de Prada y chabolas pintadas de rosa, atraviesa
Cruz de Piedra sin otro incidente que un par de pedradas que apenas rasguñan
los cristales blindados del vehículo. Veámoslo de nuevo en algún cafetín del
centro de Santa Cruz: peripuesto, rampante, fervoroso, ya nada le parece lo de
antes y hasta podríamos contar con él para una de esas ceremonias de bienvenida
que el ayuntamiento organiza para agasajar a los turistas. Rodeado de trajes
típicos, de timples y de chácaras, a nuestro patidifuso visitante no le
costaría mucho decidirse a cenar esa noche en uno de los restaurantes del
puerto. Sólo que no hay restaurantes en el puerto. No hay puerto. No hay
ciudad. No hay viajero. No hay barco. No hay nada. Salvo quizá unas cuantas ratas por
entre los escombros dejados por las riadas.
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