En
2007 unos amigos que coordinaban una revista de viajes me encargaron un texto
que iba a publicarse en un monográfico sobre las ciudades españolas Patrimonio
de la Humanidad. Yo me encargaría de escribir el dedicado a San Cristóbal de La
Laguna. No pude entonces dejar de acordarme de uno de sus habitantes más
ilustres, el poeta Arturo Maccanti. Quienes alguna vez tuvimos el privilegio de
coincidir con él en uno de los paseos que daba por la pequeña ciudad no podremos
olvidarnos nunca del entrañable modo con que Arturo se volcaba en la amistad,
la poesía y la vida vivida sin tapujos. Esos instantes son uno más de sus muchos
regalos. Ahora que Arturo se ha marchado, como un viajero insomne, y su vida
empieza a convertirse en el eco del eco del resplandor que fue, quiero traer a
este blog, en homenaje a su memoria, este texto que a él le gustó en su
momento. Consuélenos pensar quizá que quien vivió sobre la vida muere también por
encima de la muerte.
In memoriam Arturo Maccanti
In memoriam Arturo Maccanti
¿Por qué no
empezar a medianoche, o a una hora cualquiera de la madrugada de un sábado, y
mezclarse entre los miles de estudiantes que abarrotan las calles del llamado cuadrilátero, esas pocas manzanas en que
se concentran las tascas, los bares, los pubs, las discotecas y los afterhours?
Entremos tambaleándonos en el Cholas, en el Búho, en el Strasse, en el Granero
o en el Pecados: nuestros relucientes zapatos acabarán manchados por los
pisotones y nuestros cuerpos resecos por la soledad o la abstinencia se bañarán
de un sudor comunitario que alimentará cada vez más el afán de apretarnos, de frotar
nuestros cuerpos con los cuerpos vecinos en una algarabía de roces, miradas,
voces, músicas, gestos, empujones, recuerdos, deseos, tragos, besos y bailes. A
esa misma hora (pero apenas lo recordamos, o tal vez ni siquiera lo sabemos) un
cuerpo muy diferente del nuestro, radicalmente distinto de todos los cuerpos
que nos rodean y nos seducen o desengañan, duerme incorrupto el sueño de la
muerte. Recluido en un sarcófago en el interior de uno de los conventos más
antiguos de la ciudad, el de Santa Catalina de Siena, el cuerpo venerable de la Siervita
de Dios permanece intacto a la corrupción de la materia, a las devastaciones de
la muerte, al desgaste del tiempo. Podríamos decir que asiste impasible, desde
su inmovilidad, al aquelarre de cánticos profanos, de impurezas, de acciones
deshonestas y de vicios que ha ocupado la ciudad en que ella, Sor María de
Jesús, vivió volcada en la virtud. ¿Nos bendice, magnánima, o nos condena,
implacable? Nunca lo sabremos. Despreocupados, buscamos éxtasis sinténticos,
intensidades de instantes imposibles, amistades que al día siguiente no
recordaremos.
Si una ciudad es sobre todo un tejido de
calles y plazas, de edificios y jardines, de paseos y bancos, de árboles y
coches, de personas y animales, no es menos cierto que una ciudad es también un
tejido de sílabas, un nombre o muchos nombres. La Laguna sigue recordando en
las sílabas que la sostienen lo que la emparenta con la antigua Tenochtitlan:
su fundación junto a una laguna. Desecada hace ya mucho tiempo, esa laguna
permanece en la sombra de un nombre. Y, en cierto modo, la fertilidad de toda
la vega lagunera, es decir, de la extensa campiña que rodea la ciudad y con la
que ésta se funde en sus extremos (a pesar de los desmanes urbanísticos de
políticos y empresarios), recuerda también las aguas perdidas para los ojos
pero ganadas para el suelo, para los terrenos, para la vida, al fin. Pero antes
de ser La Laguna
o, con mayor propiedad, San Cristóbal de La Laguna, pues bajo la advocación de ese santo la
fundaron los conquistadores castellanos, la ciudad se llamaba Aguere
(probablemente del sustantivo amazigh agaraw,
que significaba 'laguna') para sus primitivos moradores. También ha recibido
por metonimia el nombre de Nivaria, una de las denominaciones antiguas de la
isla de Tenerife, «donde la gran pirámide nevada / Parece competir con las
estrellas», como dijera uno de los grandes poetas canarios de los Siglos de
Oro, Bartolomé Cairasco de Figueroa. Y son precisamente dos poetas, pero esta
vez actuales, los que han rebautizado a la ciudad de La Laguna desde sus propios
puntos de vista, desde sus personales visiones creadoras. Arturo Maccanti, que
aunque no nació en La Laguna
vive en ella y pasea infatigable por sus calles, la ha llamado Guerea en
algunos de sus poemas. Combinando anagramáticamente los topónimos Nivaria y
Aguere, pero aludiendo también a las nereas o nereidas, hijas del dios griego
Nereo, hijo a su vez de Océano y Tetis, Maccanti traza un recorrido mítico y a
la vez melancólico por una ciudad en la que los recuerdos deambulan al mismo
ritmo que los pasos para acabar terminando en unas pocas palabras frágiles y
valientes a la vez. Muy distinto, e incluso contrapuesto, es el caso de José
Carlos Cataño: nace en La
Laguna y la abandona a los veinte años. En una de las
entradas de 1974, el año en que comienza su diario Los que cruzan el mar, se debate entre marcharse o quedarse en «esta
ciudad a la que llamo Féretra». La ciudad, así pues, como un féretro, como una
cárcel, como una condena. Y escribe: «Esto empieza a ser un infierno. No quedan
más que vestigios sobre el alféizar. Vestigios opacos de un antiguo esplendor,
acumulaciones, residuos.»
Regresemos, aunque sea tarde, de nuestra
desbocada salida. Tarde es aquí temprano, pues después de deslizarnos entre los
zombis danzantes del psicodélico Barock hemos aterrizado en el BB+ (¡oh este
siglo de siglas!) que abre a las seis de la mañana como afterhours para quienes
se han procurado fuerzas contra el cansancio nocturno. Regresemos, aunque sea a
las once o doce de la mañana y la humedad de la noche se haya convertido en
benéficos rayos de un sol omnipresente. Deslicémonos desde el cuadrilátero, que
en definitiva ya no nos interesa (pues nada histórico, antiguo o venerable hay
en él: sus únicos vestigios son vómitos o bragas o vasos de plástico en las
calles), hasta la Plaza
del Adelantado. Decía don José Rodríguez Moure en su Guía histórica de La
Laguna que «[en esta plaza] se realizaron otros hechos
que mejor es callar, pues no todo debe decirse aunque se pueda». Todo centro
guarda celosamente sus misterios. La plaza, que recibe el nombre del fundador
de la ciudad, el adelantado Alonso Fernández de Lugo, está flanqueada por
edificios emblemáticos como el Palacio de Nava, el Ayuntamiento, el convento de
Santa Cantalina de Siena, ya mencionado, con su ajinez suspendido a la altura
de las copas frondosas de los castaños de Indias. También da a la plaza la casa
natal de José de Anchieta, poeta y evangelizador del Brasil, en la que viviría
más tarde uno de los poetas canarios más interesantes del pasado siglo, Manuel
Verdugo, heredero de los parnasianos y flâneur
enclaustrado entre las tristes calles de La Laguna de su tiempo como lo siguen estando hoy en
sus conventos las monjas clarisas y dominicas. En su último libro, Huellas en el páramo, Manuel Verdugo
incluye un soneto titulado «Ciudad de La Laguna» que es, posiblemente, uno de los mejores
poemas que podremos leer sobre esta ciudad: «Hace honor a su nombre: ella es
una laguna / que nos brinda el reposo de la quietud inerte... / Amo su paz
severa, claustral, cuando la luna / el hechizo magnético de su blanca luz
vierte. // Aquí --grato refugio-- quizás como en ninguna / de las viejas
ciudades, con sorpresa se advierte / un perpetuo contraste, algo extraño que
aúna / optimismo de aurora y tinieblas de muerte. // Yo he soñado con cosas muy
tristes y muy bellas / contemplando el remoto temblor de las estrellas, / en el
hondo silencio de la ciudad dormida... // Y en sus campos feraces, una clara
mañana / ya maduras las mieses, vibró mi alma pagana / al ritmo dionisiaco y
triunfal de la vida.»
¿También nuestra mañana es clara y
dionisiaca? Dejamos la plaza. Apenas somos conscientes de que estamos en la
primera ciudad-territorio, la primera ciudad no amurallada, modelo de las
nuevas ciudades americanas y construida a partir de los mapas de navegación de
la época: cada punto representa una estrella que nos guía en nuestro recorrido.
Ciudad-constelación, ciudad de paz, ¿ciudad-paraíso? Atravesamos la calle de
San Agustín con sus casonas barrocas, manieristas, neoclásicas o a veces todo
esto a la vez. Una de ellas albergará próximamente la Fundación Cristino
de Vera, que ligará para siempre la obra del gran pintor de lo humilde a la
ciudad de La Laguna. Llegamos
a la Iglesia
y Ex-Convento de San Agustín, con sus dos claustros que parecen construidos por
ángeles. Y ahora, en este silencio, ya apenas recordamos el estruendo de
anoche. Podríamos continuar hasta el Camino Largo: nos cruzaríamos tal vez con
el gran escritor Isaac de Vega. Pero desviémonos más bien hasta la Plaza del Cristo y escuchemos,
como en sueños, nuestras propias risas de niños montados en los caballitos del
carrusel que hace tiempo retiraron. Nos adentramos en la calle Viana y, como en
un túnel del tiempo, venimos a desembocar en el edificio central de la Universidad de La Laguna. Como un hombre de luz,
el profesor Alberto Giordano sube unas escaleras hasta abrazarnos sonriente
antes de sus mágicas clases sobre literatura portuguesa. Murió hace años pero
aún sigue estando, como todo o casi todo en esta ciudad. Bajamos por la calle
paralela al campus. Se ha hecho tarde y apenas hemos notado el paso del tiempo.
El tranvía, otro resucitado, vuelve a conectar desde hace poco La Laguna con su antiguo
puerto, la actual ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Nos montamos en él: dejamos
atrás los jolgorios, los cuerpos incorruptos, la opresión conventual, pero
también los años universitarios con sus luces y sombras, las tardes de paseos
familiares, las citas amorosas, los encuentros anónimos, las conversaciones
eruditas, La Laguna. Subimos
al tranvía. Bajémonos junto al mar.
Cuántos recuerdos de la ciudad, de lecturas de Maccanti y de las clases del inolvidable Alberto Giordano me ha despertado este texto...
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