El relato surgió de una conjunción azarosa. Los caramelos y
la botellita de poppers habían coincidido no en la misma mesa, ni siquiera en
la misma habitación, sino en una cadena de acontecimientos que se habían
desarrollado a lo largo de un único día. La botellita señalaba, por decirlo
así, la plenitud del instante, el momento de máxima tensión, la fusión de los
cuerpos, el éxtasis de una penetración sin condiciones. Los caramelos, dejados en la mesa del
salón junto a una nota de despedida y gratitud, eran como un colofón, el
epítome azucarado y un poco nostálgico de todos aquellos momentos turbadores que habíamos compartido.
Solo más tarde, cuando empecé a chuparlos con fruición —acto inhabitual en mí,
poco dado a la confitería—, me di cuenta de que, junto a uno de limón y otro de
café, había sobre todo caramelos de anís. No recordé haber probado nunca
caramelos de anís. Mientras desleía el primero desplazándolo suavemente hacia
arriba y hacia abajo, a un lado y a otro de la cavidad bucal, dejando que su sabor
pasara de mi lengua a la garganta y de esta al estómago hasta subir al cerebro,
notaba un cierto ritmo, una cierta sensación sustitutoria de algo. Fue luego,
cuando estaba saboreando el segundo, cuando me dije que el ritmo del saboreo,
el paso agitado de un caramelo al otro recordaban un poco al ritmo de la inhalación del
poppers, esa sustancia al parecer vasodilatadora que convierte la experiencia
sexual en un desbocado galope de todos los sentidos. Chupaba los caramelos
con las mismas ganas con que inhalaba el poppers, salvo en un detalle: ahora se
trataba de un acto póstumo, por decirlo así, un acto solipsista en el que el
cuerpo se recreaba consigo mismo en una acción demorada a falta ya de la otra
parte de la brava coyunda de horas antes. Así que, de pronto, sentí que, de
algún modo, caramelos y poppers, saboreo e inhalación debían de mantener un
vínculo y que ese vínculo me estaba siendo comunicado desde el mismo instante
en que me di cuenta de la rara conjunción de ambas presencias. Puede que
influyera también la relativa abundancia de caramelos que me fueron depositados como regalo improvisado
junto a la nota de agradecimiento en la mesa del salón. Puede que también
tuviera algo que ver el hecho de encontrarme al regresar a casa la botella de
poppers en la mesilla de noche, fuera de su lugar habitual, como una señal de la
incruenta batalla. Lo que nos habla no son quizá los objetos, como tantas veces
hemos leído en poemas o relatos sin duda demasiado fantasiosos, sino los
encuentros con objetos y sus conjunciones en un determinado momento o lugar. Entonces asociamos,
preguntamos, recordamos u olvidamos. Y esa asociación, esa pregunta, ese
recuerdo o ese olvido desencadenan una secuencia de palabras que estamos
obligados a transcribir de un modo casi ansioso, inexorable. Lo demás —lo que
no forma parte de esta armazón esencial— son los vericuetos propios de las
palabras que se han puesto en marcha. Un albornoz para cuando se sale de la ducha. Unas sábanas revueltas al amanecer. Un viaje a oscuras por el interior de una casa. Doblamos por aquí, nos desviamos por
allá, seguimos hasta ese punto, nos detenemos en esta coma, meditamos un poco
al final de algún párrafo y perdemos en todo momento la orientación, pues no
logramos estar nunca en el centro de nosotros mismos. Pero algo nos guía, un
estremecimiento inicial que tenía que ver con la propia disposición de los
caramelos sobre la mesa o con sus envoltorios blanquiazules. Seguimos sintiendo un
olor persuasivo, la sensualidad incrementada por la vaharada del poppers que
entra en nuestro cuerpo como una descarga y nos convierte en machos cabríos
completamente fuera de sí. El relato nace de todo esto aunque se dirige hacia
otro lugar. No intenta reconquistar nada de lo que se ha perdido, tampoco
celebrarlo o lamentarlo, ni persuadir a quien lo escribe de que ha comprendido
nada, y mucho menos azuzar a un lector hipotético a engañarse a sí mismo
durante un par de minutos. No: el relato es quizá la única manera de permanecer
atado —si bien por un hilo muy frágil y durante la escasa duración de su
escritura— a unos instantes que no son ni siquiera los mismos que entonces se
vivieron —algo del todo imposible—, sino otros instantes que se viven como una
conmoción paralela a la otra, casi, se diría, emanada de la otra, pero no por
ello menos auténtica.
* Este texto hace referencia al relato "La inhalación", publicado hace unos días en este mismo blog.
* Este texto hace referencia al relato "La inhalación", publicado hace unos días en este mismo blog.
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