No se puede escribir desde la conmiseración, pero quizá sí en función de
la misericordia. ¿Qué es la misericordia? Las palabras podrán significar lo que
signifiquen, pero nunca significan más que una especie de olor. El olor de la
misericordia es parecido al del salitre. Es una vaharada repugnante que acaba
impregnando no solo la ropa sino incluso la propia piel de los misericordes. La
piel, hace ya tiempo que la piel se olvidó de todos los potingues con que se
engalanaba para encandilar a otras pieles una vez que se le ajó su brillo
natural, pero aún es bastante sensible a la misericordia que algunas noches la
visita en forma de salitre. Estas paredes desconchadas, por ejemplo, o el solar
sin construir encajonado entre dos casas edificadas como prolongación de la
roca, o también las barandillas oxidadas desde las que se contempla sin
entusiasmo una recua de barcas varadas no lejos de la orilla. Todo esto no es
más que la cara visible o palpable de la misericordia. La cara de su olor, la
cara de su sudor tan agrio como esos pedos del mar filtrados a través de las
alcantarillas lindantes con la cofradía de pescadores y los otros bares. El
muellito, vaya. El muellito del cerveceo contumaz, de las ratas sanguinolentas que
bajan de madrugada a limpiarse las heridas con el agua del mar, el muellito de
las cuerdas de amarre podridas de tanto orín y de tanta grasa y alquitrán. Sigilosas, repentinas, aflautadas y ariscas,
las corrientes de los vientos alisios pasan entre los resquicios o las
escaleritas de vértigo en busca de un apareamiento con la calima africana,
apareamiento que, una vez que tiene lugar, engendra el más asqueroso de los
climas. Entonces la misericordia pasa a significar la pústula y el desafuero. A
lo que apunta todo esto es a una enfermedad rara cuyos síntomas más evidentes
vienen a coincidir con los de tres o cuatro trastornos neurológicos. El paseo
se convierte enseguida en un marasmo de farallones, colmillos gigantes a modo
de ensenadas, malpaíses correosos en los que unas figuras espectrales pescan al
atardecer y turbios recovecos que solo en alguna pesadilla de otra época
podrían haberse usado para darse baños de mar. A estas alturas avanzamos ya
inmersos en una pesadez que no difiere tanto de una especie de levedad, pero no
porque se haya sublimado o espiritualizado ninguno de los elementos
constituyentes de dicha pesadez, sino porque lo que pesa parece al mismo tiempo
levantarse a sí mismo. No es que la misericordia se haya convertido para
entonces en una suerte de halterofilia del alma, ni en ninguna otra filia
conocida, más bien al contrario: continúa identificándose con una supuración
involuntaria, con un hálito pegajoso que nos va rodeando hasta que casi parece acogotarnos.
Y a partir de entonces no nos suelta nunca, para que lo poco que consigamos
respirar se lo debamos a esa presión de menos que nos imprime en su lento estrangulamiento.
Ni las luces solitarias en dos o tres de las barquitas varadas, ni las risas
dispersas de algunos grupos de jóvenes fiesteros, ni las antorchas de los tranquilos
hoteles-balneario conseguirán raspar esa segunda piel nuestra, la lepra de la
misericordia. Es inútil intentar escapar de ella por mucho que se camine en
dirección al faro o en busca del pescado fresco de la cofradía. Cada paso es un
desmoronamiento y una restitución del cuerpo a la nada en la que ya no habrá
pasos (no he sabido decirlo con menos pedantería). Es completamente inútil
imaginarse e incluso sentir lo que quiera que sea, pues la única costra
verdadera es la de la misericordia purulenta, el olor a desagües, la pátina
rasposa que no sale nunca, el vertedero o el silencio de más allá del tiempo en
este lado del tiempo.
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