Un lugar caracterizado por su población flotante y por la
inconsistencia de sus identidades que, sin embargo, está plagado de recuerdos y
constituye el soporte de gran parte de mi memoria de la infancia. Una paradoja
que vuelve a este lugar más inquietante aún de lo que de por sí ya es. Una
playa en la que uno se baña siempre en el mismo mar aunque el mar no parezca
reconocerlo a uno nunca.
*
Lejanos gritos de gaviotas. Como algo que se recuerda de
pronto. En un fondo que pareciera estar esperándonos, sin creer demasiado en
ello, y que confiara en que habremos de llegar porque siempre hemos vuelto.
*
Conviene luchar contra “las primeras impresiones”. No son
más que una zancadilla que nos impide sentirnos de verdad recienvenidos. Creo
que los recienvenidos no sienten nada especial, solo, si acaso, la extrañeza de
encontrarse de nuevo en donde nunca pensaron volver a estar.
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No mirar para ver ni ver para mirar. (Tampoco, por supuesto,
ver para creer ni creer para ver.) Simplemente, dejar que los ojos miren o vean
aunque no miren ni vean nada concreto o especial. Irse hasta dejarse ir en un
movimiento de perpetua fuga hacia donde no se crea ver nada y pueda mirarse
todo una vez más.
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¿Qué hace que un texto sea relevante o irrelevante? ¿Qué lo
sitúa en primera, en segunda o en tercera fila? Me lo estoy preguntando porque
el otro día, hablando con un amigo, me dijo que algunos textos míos publicados
en el blog le parecían irrelevantes y de tercera fila. (Creo que empleó esas
exactas palabras.) Se refería a ciertos textos polémicos, circunstanciales, incómodos,
pertenecientes a lo que he etiquetado en el blog como “parodias y
profanaciones”. Ni le di la razón ni se la quité. Me quedé pensando en lo que
me dijo, pues es un amigo al que quiero desde hace muchos años y sé que me habló
con el corazón. Sin duda muchos de esos textos no tienen la más mínima
importancia y son solo pataletas escritas desde la indignación, desde la
irreverencia o desde la perplejidad. Con una pizca de mala uva casi todos, sin
duda. Con el deseo de que algunas cosas se estremezcan un poco, no con el
objetivo de que se derrumben sino con la ilusión de que sus distintas partes se
recoloquen o se reinventen para que surja algo nuevo, algo auténtico, algo más.
Algunos se toman estos textos a pecho, otros con más gracejo. Hablar de asuntos
de tercera fila conlleva el riesgo de que se acaben escribiendo textos de
tercera fila. Ninguno de los textos publicados en mi blog tiene la más mínima
relevancia, pero si tuviera que salvar algunos salvaría uno o dos que han pretendido
poner el dedo en llagas hasta ese momento sacrosantas aunque no por ello menos
irrelevantes.
*
Que la actividad de escribir solo sirva para dejarlo a uno
más solo de lo que ya está no es sino un falso inconveniente que se revela
ventaja en cuanto nos damos cuenta de que no hay otro modo de avanzar en la
propia desaparición salvo verse y sentirse solo en esa especie de desierto que
es el vacío de las palabras.
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El hecho de que haya menos cucarachas rondando por los
alrededores del apartamento no es un asunto baladí. Me permite subir a la
azotea o bajar a la terraza por la noche sin que me obsesione encontrarme con
un ejemplar de esos insectos perfectamente diseñados para horrorizar. Sin
embargo, ellas están siempre ahí. Son indestructibles. Como especie, al
parecer, poseen una capacidad de supervivencia mucho mayor que la nuestra. Es
decir, que toda nuestra supuesta adaptación al medio, nuestra presunta
inteligencia, nuestra aparente superioridad sobre el resto de los animales no
nos va a servir de mucho cuando se trate de competir con las cucarachas en lo
realmente decisivo: sobrevivir.
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Está uno siempre trajinando con cuadernos, bolígrafos,
libretas, libros, lápices. Como quien no da puntada sin hilo, no se desplaza uno sin un cuaderno o un libro a
dondequiera que vaya. ¿No será para ocultar alguna tara, para tapar un vacío,
para cubrir una rotura? Objetos con los que se escribe negro sobre blanco o con
los que se sustituye una página con otra o con los que el rostro se esconde
detrás de unos papeles. Cachivaches sobrados de prestigio con los que
fabricamos trajes relucientes que no dejen a la vista las naderías que cubren.
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No da más de sí el día. No se lo puede estirar para que
desembuche lo que lleva dentro precisamente porque no lleva nada dentro. En un
pretencioso alarde de funambulismo, podría atravesarse el recuerdo de este día
para acabar ofreciéndole al expectante lector unas vísceras inútiles, un
reverso pálido, unas imágenes mudas. Aceptemos que no da más de sí, que se ha
terminado y basta. Durmamos como benditos y despertemos como adanes embobados.
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El gran sol, el suntuoso, el que en unos segundos seca los
cuerpos chorreantes, el creador de las sombras más profundas, el altivo, el
incuestionable, el que hormiguea bajo la piel aturdida, el que abraza sin
contemplaciones y muerde y hiere en la herida cavada un año tras otro, el
siemprealto, el nuncaesquivo, el perforador de los presentimientos, el adalid
de los veranos mágicos. Ya nunca vienes por aquí, gran sol. Te extraño algunos
mediodías. Tu sustituto no está, me temo, ni mucho menos a tu altura.
*
Encuentro un juego de tacitas de café minúsculas, con un asa
estilizada y una decoración floral ya bastante marchita. En esas tacitas
tomábamos café con mi abuela cuando pasaba con nosotros unos días de verano en
el apartamento. Servido en una de ellas, el café sabía y sabe realmente bien.
Se va tomando a sorbitos, mientras las hojas resecas del pompadú liberan sus
secretos zarandeadas por el viento que cruza la sala aireada.
*
Un cuaderno no debe parecerse a otro. Lo que escribí hace un
par de veranos ya no importa. No se puede arrancar si no se olvida lo que se
deja atrás. ¿Qué sentido tiene trazar un arco perfecto que lleve desde un punto
cualquiera del pasado a un punto cualquiera del presente o del futuro? ¿Para
qué perder un solo segundo de esta vida que es lo único que tenemos en sentarse
a elaborar con las palabras monumentos perfectos e inútiles que siempre
acabarán por reflejar nuestra profunda incoherencia e imperfección? Si uno está
dispuesto a malgastar unos instantes de su vida, que sea para sorprenderse a sí
mismo, para reírse solo, para patalear como un niño travieso o, si acaso puede esto
lograrse, para crecer como persona.
*
Mientras nadaba pensé que era la última vez que lo hacía.
Pensé en la cantidad de gente que estaba sufriendo o muriendo mientras yo
nadaba. Pensé en cómo se vería mi cuerpo desde el borde de la piscina si sufría
un colapso mientras nadaba. Pensé en lo mal que nadaba y en que ello se debía a
que nunca me había esforzado en nadar mejor. La piscina era el lugar en el que
yo existía en ese momento, era una especie de refugio contra todos los demás
lugares en los que no existía, contra la infinitud de posibilidades que, no se
sabe por qué extrañas derivas del destino, mi cuerpo había descartado para
estar entonces allí, exactamente en ese instante, nadando, en la piscina.
*
Llegué a un lugar en el que las olas confluían desde dos
direcciones distintas y poco después de juntarse volvían a bifurcarse para
morir cada una por su lado en la orilla. Era una de las puntas de la isla. El
viento soplaba como podría imaginárselo uno en los sures chilenos. Tanta era la
fuerza de aquella parte de la costa que después de décadas de urbanización y
acondicionamiento se resistía a perder su encanto salvaje. Como un paseante
más, deambulaba adormecido por el vaivén del mar y no me detuve hasta que vi al
fondo los acantilados de la montaña de Guaza.
*
También llegué a un puerto. Estuve a punto de entrar a cenar
en un restaurante de pescado fresco situado en un edificio estrambótico que
recuerdo haber comentado siempre con mis padres cuando era pequeño. Lo dejé
atrás, sin embargo, y me interné por las callejuelas que desembocan en la playa
principal. El escaparate de una tienda de pesca me sorprendió con sus anzuelos,
sus cañas y sus barcos en miniatura. Soñé o me estremecí durante una milésima
de segundo. Qué alejado del mar —de mar adentro— he estado para haber nacido en
una isla. Tres adolescentes de rostros felinos secreteaban apoyados en la
barandilla del paseo. Podría continuar, pero qué sentido tiene el recuento de
cada paso dado. Prosa oficinesca, prosa de procesión. Mis disculpas.
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Sería mucho mejor un recuento de los ruidos de la casa. El
estallido que, no se sabe si procedente del reloj de pared, del cuadro de la
luz o de algún otro objeto no identificado, suena de pronto a la una de la
madrugada. Los crujidos del pompadú que el viento produce, sin que, como dije
antes extralimitándome, las hojas liberen ningún secreto, pues, ¿qué secretos va a tener un árbol? Los gritos lejanos de las gaviotas que, aunque
emitidos a mucha distancia del apartamento, es aquí donde se escuchan y donde,
por lo tanto, existen. La voz de una mujer y la de un hombre que regresan a la
una y media de la mañana existen también para mí porque las escucho mientras
leo tumbado en el sofá; cristalina la de ella y cavernosa la de él, como un
arroyo que resonara en el interior de una gruta. Y, ya que nos hemos puesto
poéticos, se podría terminar con el silencio, que es el ruido que resume y
absorbe los anteriormente mencionados y cualesquiera otros que alcancen a ser emitidos.
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En el taxi de regreso desde el pueblo de pescadores me senté
en el asiento delantero. Es lo que se estila —lo recordé a última hora— en las
islas cuando se monta uno solo. Costumbres de épocas pasadas menos dadas a la
desconfianza. La cercanía con el taxista me obligó casi a darle conversación.
Me imaginé que había tenido un abuelo medianero y otro cabrero. Continué
trepando por su árbol genealógico mientras él me hablaba de las pérdidas que le
habían generado las confusiones etílicas de clientes ingleses o alemanes que no
recordaban bien en qué hotel se alojaban. Su cara me decía que había tenido un
tatarabuelo morisco. Y ahora él era chófer de este taxi que, carrera va y
carrera viene, recogía a mocosos pequeñoburgueses al borde de un coma etílico. Se despidió de mí
con grandes parabienes a pesar de que no le dejé sino diez céntimos de propina.
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Hablemos de la frutería. A diferencia de los centros
comerciales, la tradicional frutería, aunque se invista —ya iba a decir “se
embista”— de un toque turístico con sus carteles en inglés y sus frutas
exóticas, como esta que he visitado hoy, es un lugar en el que se convive.
Nadie viene aquí a pasear ni a practicar ese malsano zapping de escaparates tan característico de los centros
comerciales. A la frutería se va a rozarse con los demás, a asegurarse el
primer lugar en la caja, a pasear frente a las manzanas, los albaricoques y los
higos el nuevo bikini comprado en las rebajas. Hay quienes se plantan frente a
un manojo de acelgas como si tuvieran delante un pelotón enemigo. La frutería
constriñe, fija y no da ningún esplendor. Todos son allí bienvenidos y cualquiera
puede llevarse unos melocotoncitos, unas uvas o un melón por un módico precio.
La gente se roza, se huele, paga y sale.
*
Hace más de un cuarto de siglo pasaban las vacaciones en
estos apartamentos unos niños que decidieron un día bañarse en todas las
piscinas de hotel que les fueran saliendo al paso. Les pidieron a sus padres
que les prepararan unos bocadillos y, después de desayunar, iniciaron su
periplo. Lograron colarse en unos siete u ocho hoteles. Atravesaban los
vestíbulos fingiendo los andares y los gestos de los hijos de cualquier turista
nórdico y, mirando con el rabillo del ojo a los recepcionistas, casi siempre
ocupados, se dirigían hacia las piscinas. Algunas eran tan grandes y ofrecían
tantas atracciones —cascadas, puentes, pasadizos, toboganes, surtidores— que
los retenían más tiempo del previsto. Ese día volvieron a los apartamentos
cuando ya estaba oscureciendo. Sus padres, lógicamente preocupados, les tenían
preparadas las correspondientes recriminaciones y broncas. Esto, que recuerda a un
relato en el que un acomodado donjuán americano atraviesa nadando, ante el
asombro de los respectivos propietarios, varias piscinas de un complejo
residencial, es más un recuerdo que un relato.
*
Hago esfuerzos por mantener a raya muchas otras incitaciones
al recuerdo que no conducen a nada. En un lugar como este —para que se entienda
bien: el sitio en el que pasé ininterrumpidamente todos los veranos hasta
aproximadamente mis veinte años— es preferible poner a prueba la capacidad de
vivir el presente. No ayuda demasiado el hecho de que todo esté tan calmado
porque no hay apenas nadie en la urbanización: si hubiera más movimiento, más
ruido, más vaivén de visitas, me digo, los recuerdos encontrarían menos fisuras
por las que colarse hasta mí. Así que debo estar vigilante y no dejarme llevar
por las ensoñaciones, pues el silencio está cargado de peligros. Algunos de los
apartamentos, vacíos ahora y mudos estandartes de la disolución de todo, me
susurran historias cuyos detalles conozco al dedillo. Los árboles del parque,
cuyas copas se agitan con un viento inconstante, parecen hacerme señas para
repare en lo que ocurrió junto a ellos muchos años atrás. Incluso los gatos,
que este verano no han aparecido, insisten con su ausencia en recordarme otros
gatos, tantos, tantos gatos distintos de un verano tras otro. Así que no es al
instante al que le pediría que se detuviera —pues, ¿cómo vivirlo si deja de
transcurrir?—, sino a los recuerdos; o, más bien, a las alevosas incitaciones
al recuerdo.
*
Si no se deja vivir, para qué insiste la vida. La literatura
es en cierto modo la deserción de la vida, pero sin un poco de vida la
literatura nace muerta. Un texto nace muerto cuando no hay aire para que
respire, cuando no ha sido alimentado con los nutrientes de la vida, cuando es
un mero producto de la fertilización in
rhetorica. Oigo fragmentos musicales que se acoplan en una única partitura
distorsionada. Son la música de la vida, que transcurre lejos de quien la
escucha y, sin embargo, lo transporta a sus diferentes estratos como en un
vuelo mágico. Es una música que se oye raras veces pero que, una vez escuchada,
nunca se olvida.
*
En esta urbanización toda historia comienza con un clic. El
clic de una persiana que se cierra en el dormitorio de la prostituta checa. El
clic de la puerta del vallado exterior que alguien abre a altas horas de la
madrugada para caer herido de arma blanca sobre el césped. El clic de la puerta
de acceso a la piscina que nadie debería abrir pasadas las diez de la noche
pero que, de pronto, se oye junto a las risas de dos amantes que se lanzan
borrachos al agua. Alguna vez he pensado tirar del hilo de uno de estos clics.
Pero, si lo hago, ¿no sonará entonces otro clic?
¡Qué bueno este texto, Rafa!
ResponderBorrarAnibal
Gracias, amigo Aníbal. Me alegra que te haya gustado. Hasta pronto, un fuerte abrazo.
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