sábado, 22 de octubre de 2022

LOS OBITUARIOS

Ya algunos meses antes de morir sabía que nadie iba a escribir sobre él después de su muerte. Que casi nadie lo conocía ni había leído sus obras.

Por eso dejó cinco obituarios escritos para cuando muriera. Uno para cada periódico local. Ninguno de los textos se parecía a los demás y venían firmados por nombres distintos tanto de hombre como de mujer.

En cada uno de los obituarios se trazaba un elogio de su figura planteado desde un punto de vista diferente.

En el primero se celebraban las bondades de su escritura, los riesgos que había tomado, la cantidad y variedad de sus libros, su experimentación en casi todos los géneros, su prestigio internacional comparado con el escaso aprecio de los lectores de su propio país.

En el segundo obituario se elogiaba su condición de hombre público, su trabajo en el campo del periodismo, su papel como entrevistador de múltiples personalidades, sus visitas a festivales y ferias del libro por buena parte del mundo, su participación en programas de radio y de televisión que habían servido para fomentar los hábitos lectores entre la ciudadanía.

El tercer obituario era más íntimo. Se centraba en su ámbito familiar, en lo buena persona, lo buen hijo, lo buen marido, lo buen amante y lo buen padre que había sido. Esbozaba también algunas calas sobre sus relaciones con los amigos. Destacaba sobre todo su extraordinaria generosidad con quienes le habían sido fieles hasta el final.

El cuarto de los textos se orientaba a su labor en la docencia. En él se recogía el testimonio de algunos de sus alumnos, que recordaban clases memorables, lecciones que los habían marcado de por vida, toda su ingente labor pedagógica. Todos coincidían en que su gran virtud era que había evitado el seguidismo servil y fomentado la independencia intelectual de sus pupilos. “Nos trató como a adultos, no como a jóvenes”, recordó uno de ellos.  

El último obituario estaba escrito en verso. Era un poema que venía firmado con un nombre extranjero. Se trataba de una pieza elegíaca escrita desde una cierta distancia pero, a la vez, abundante en detalles. El texto elogiaba la capacidad que el difunto había desarrollado para vivir fuera su lugar natal sin dejar de estar siempre emocionalmente vinculado a él. La insularidad, la relativa pobreza de la infancia, los años de estudio en el extranjero, el regreso a la isla, la salida de la isla, el segundo regreso a la isla, la segunda partida de la isla, los años como editor, su labor traductora, su pasión poética, su dedicación a la docencia: todo estaba ahí conectado como por un hálito o una luz unificadores.

Un año después, estos obituarios fueron recogidos en el tercer tomo de las obras completas que su albacea literario dio a conocer en una prestigiosa editorial.

Venían en un apéndice con una nota al pie que indicaba tanto el lugar y la fecha de publicación como el nombre con que se había firmado cada texto.

El editor añadía que la atribución de la mayoría de los obituarios estaba garantizada por haberse encontrado entre sus manuscritos los originales.

Al parecer, unos meses antes de su fallecimiento el escritor había enviado por correo electrónico estos textos a su albacea literario, con la indicación de a qué periódico debía mandar cada uno el día en que se conociera el trágico desenlace.

Lo cierto es que el albacea sólo había recibido los cuatro primeros textos. El último, el largo poema panegírico, se publicó, igual que los otros cuatro, en un periódico de la prensa local al día siguiente del fallecimiento.

Su original sí figuraba entre los papeles que se encontraron en el ordenador del escritor a su muerte.

El albacea nunca supo si era el propio escritor quien había compuesto el poema o si lo había recibido de una tercera persona.

No había nada en el estilo de aquel texto que pudiera vincularlo con la obra del escritor. Sin embargo, revelaba un conocimiento no sólo de su trayectoria, sino también de aspectos menos públicos, más íntimos, del que difícilmente podría disponer alguien que no estuviera estrechamente vinculado a él.

El albacea no encontró ningún correo electrónico enviado por la persona que firmaba el texto. Tampoco, en sus pesquisas, consiguió descubrir si realmente existía una persona llamada así.

Todo hacía indicar que el quinto obituario era también obra del propio escritor. Sin embargo, si esto era cierto, había conseguido reinventarse a sí mismo en su propia escritura, pues realmente parecía un texto escrito por otro.

Un detalle intrigó siempre al albacea literario: la referencia a una noche de ciertos excesos trascurrida en una localidad del sur de la isla, durante la juventud del escritor. Se daban detalles de lo que allí había ocurrido cuya veracidad pudo demostrar el albacea tras arduas investigaciones en los archivos personales del autor.

Nadie que no fuera el escritor o la persona con la que había compartido aquella noche en el sur de la isla podía conocer con tanto detalle lo que en el poema-obituario se contaba.

¿Era, por tanto, la persona que había compartido aquella noche con el escritor el autor o la autora del poema?

¿Eran auténticos los documentos que figuraban en el archivo personal del escritor y que daban testimonio de lo ocurrido aquella noche en el sur de la isla?

¿O había inventado el propio escritor aquellos acontecimientos mediante la confección de documentos aparentemente biográficos que pudieran justificar la veracidad de lo narrado en la elegía escrita supuestamente por una tercera persona?

O bien, tercera opción, ¿había compuesto realmente el escritor aquel poema rescatando esos documentos veraces para refrescar lo que probablemente yacía casi por completo olvidado en su memoria?

El albacea no sabría nunca la verdad.

Cuando los lectores leyeron los obituarios en prensa –hubo quien se leyó los cinco– descubrieron facetas del escritor que no conocían.

Para la mayoría creció la admiración que ya en vida sentía por él. Se trataba, sin embargo, de un limitado grupo de personas que habían seguido su trayectoria casi desde el principio.

Unos pocos, sin embargo, se dieron cuenta de la superchería.

Llegó a publicarse en la prensa, unos días más tarde, un artículo abominable en el que su autor argumentaba que ninguno de los obituarios era obra de terceras personas y criticaba el ego infundado que, según él, había caracterizado siempre la personalidad del escritor fallecido.

A este artículo le respondió otro, al día siguiente, que defendía la autenticidad de los obituarios. Sus argumentos no eran demasiado convincentes, pues llegaba a decir que “no hay nada en estos textos que recuerde el estilo sobrio, el comedimiento y la discreción que caracterizaron siempre la obra de nuestro autor”.

Fueron apareciendo poco a poco otros artículos, aunque la efervescencia de la polémica se fue apagando con el tiempo. En uno de ellos se defendía la legitimidad que asistía a cualquier creador para escribir obituarios propios y atribuírselos a personas inventadas. Sobre todo, decía, “cuando se es consciente de que nadie va a querer recordarlo a uno tras su muerte”.

La primera recensión de las obras completas del escritor apenas si hacía referencia a estos textos de dudosa atribución. En una nota al pie indicaba que “con casi total seguridad los obituarios número uno, número dos y número cuatro son obra de nuestro autor, mientras que tenemos serias dudas de que el número tres y el número cinco puedan serle atribuidos”.

En cualquier caso, las sucesivas ediciones de las obras completas que fueron publicándose con los años –y las traducciones al inglés, al francés y al alemán que de ellas se hicieron– siguieron recogiendo en apéndice los cinco obituarios.

En una nota al pie el traductor alemán indicaba –traducimos– que “cabe dudar de todo lo que afirma el editor de estas obras completas respecto de sus investigaciones en el archivo de nuestro autor para constatar la autenticidad de estas piezas, pues de todos es conocida la poca preparación filológica de esta persona, que si fue nombrada albacea literario se debió a su inquebrantable y casi servil subordinación al autor, para el que trabajó como secretario, contable, bibliotecario, amanuense, chófer y hasta paseador de perros”.

Estos y otros excesos del traductor alemán, que no se limitaron a algunas notas al pie, sino que se desplegaron también en su concepción de la traducción como una actividad de libre creación poética y muy dudoso respeto por el original, desdibujaron la obra del autor en los países de lengua alemana.

Lamentablemente, también las traducciones al polaco y al húngaro, que en parte se basaron en la traducción alemana, reprodujeron algunos de los errores y prejuicios de esta última.

El prestigio internacional de que la obra de este escritor había gozado en vida se fue poco a poco convirtiendo en un conocimiento cada vez más limitado y especializado. Llegó un momento en el que sólo algunos profesores universitarios interesados en literatura de las islas, en autoficción y en poesía experimental se ocuparon de su obra. El público general, por el contrario, la fue relegando en beneficio de la de autores más jóvenes.

En cambio, en su propio país la publicación de las obras completas produjo durante un tiempo un fenómeno insólito. Autores de generaciones muy posteriores a la suya citaron como encabezamiento a algunos de sus textos versos o frases de este escritor. Lo tomaron a veces como modelo. Hubo incluso un grupo de escritores en su isla natal –continuación del que había existido en vida del autor– que durante una década produjo libros deudores de su obra.

Pero luego todo se extinguió. Dejó de haber nuevas ediciones de las obras completas. Para conseguirlas había que acudir a webs de venta de libros de segunda mano. Hacerse al menos con uno de los tres tomos se volvió un ejercicio costoso y agotador.

Su nombre dejó de circular. Figuraba en algunos manuales, sobre todo en algún pie de página de los apartados en que se estudiaba la obra de los considerados como autores mayores de su generación, en listados de treinta o cuarenta nombres de otros autores de la misma época clasificados como menores.

En determinado momento dejó de existir un modo de escribir que pudiera considerarse deudor de su obra.

Sin embargo, siguió habiendo, sobre todo en su isla natal, un pequeño grupo de lectores fieles que se reunían una vez al mes para leer textos suyos y recordar los pasajes más memorables de su vida.  

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