Un día, o más bien una tarde, decidimos ir a buscar hachís. Supongo que la idea surgió como un recurso para alcanzar cierto estado de excitación por medio de esa droga, aunque por su inocuidad no podía compararse con las que habíamos compartido en Madrid, aquellas que nos habían llevado a un grado de salvajismo en la cama –o en la cabina del cuarto oscuro, ya no lo recuerdo– que, al menos yo, recordaba con una nostalgia punzante. Nos fuimos al Bairro Alto, poblado de decenas de cafés alternativos y en cuyas esquinas varios jóvenes, mestizos, blancos y negros, nos sisaban “hachís” cuando pasábamos. Yo había oído que ese hachís que vendían en la calle era de muy mala calidad. Él me creyó. Rechazamos varias propuestas. La desesperación, sin embargo, nos hizo fiarnos a medias de un camello un poco más insistente que los demás, que nos llevó al zaguán de un edificio y nos dio a probar un porro que acababa de hacerse con el hachís que se suponía que ofrecía para la venta. Yo creo que, con algún truco de manos, utilizó realmente otro, pues el porro al que cada uno le robó una calada estaba bastante pasable, mientras que los dos gramos de hachís que le compramos, por mucho que intentáramos encontrarles luego algún sabor, algún efecto, incluso aumentando la dosis que incorporábamos al tabaco, no nos producía absolutamente nada. No sabíamos qué era aquello salvo que había sido una estafa. Habíamos picado tontamente, y eso que estábamos más que avisados y que fue él, el brasileño, hablante nativo de la lengua, quien negoció la operación supuestamente ventajosa. Nos vimos varados en un bar con billares, de aspecto jugendstil, muy colorido aunque un poco mustio en cuanto a la clientela, y nos dio por jugar varias partidas sin chispa. Ninguno de los dos sabía jugar al billar. Nos bebimos un par de copas, también sosas, nos acomodamos en los sillones, esperando a que viniera más gente. Recuerdo que luego, ya de noche, cambiamos a un bar ruidoso tanto por fuera como por dentro. Nos mezclamos con otros turistas. Fingimos alegría. Debimos de comer en algún fast food y más pronto de lo que hubiéramos deseado llegó el momento de volver al hotel, es decir, a la decepcionante impotencia y al cada-uno-por-su-lado.
Tengo totalmente desdibujado nuestro regreso a Madrid. Sí recuerdo que el último día –y es un recuerdo que regresa ahora, mientras escribo– nos fuimos a almorzar, después de visitar el Mosteiro dos Jerónimos, a un enorme y moderno restaurante cercano a la Torre de Belém –fotos y más fotos–. Recuerdo la tristeza del almuerzo. El viaje se acababa y no había tenido ningún sentido. Yo pensaba en todo lo que hubiera podido hacer si hubiera ido solo. En todos los lugares pessoanos, pessanhianos, albertianos, sophiademelobreynessianos, pimentianos, vieiradasilvanos, bentianos y ramosrosianos que hubiera querido visitar, e incluso en alguna sauna de la Avenida da Liberdade que conocía de viajes anteriores, o locales nocturnos como el Finalmente, con sus semipenumbras y rincones, donde bastaba sentarse para suplir la soledad con una conversación difícilmente comprensible pero de rápida traducción en una visita a un hostal por horas. No sé en qué pensaba él, si en sus ancestros los conquistadores y navegantes, en la droga que se agenciaría en Madrid para el siguiente fin de semana o en lo bien que se lo había pasado sacando fotos en un viaje a Lisboa con todos los gastos pagados. Supongo que en el viaje de regreso vendríamos escuchando música. Pararíamos en algún lugar de Extremadura para desayunar o merendar. Siempre es grato volver a escuchar tu lengua cuando has pasado unos días en el extranjero medio mudo y medio sordo. Llegamos de noche a su casa de Madrid, muy cerca de la Puerta del Sol. Era un piso compartido. Por algún motivo no me fui inmediatamente, y él preparó unos espaguetis congelados que comimos en su habitación. Prometió llamarme al día siguiente. Prometió enviarme todas las fotos sacadas en Lisboa. Las había hecho, si no me equivoco, con una cámara digital. Yo tenía mucho interés en esas fotos, pues sabía que eran el testimonio de un viaje que había sido diferente a todos los demás: un viaje en el que, estando acompañado, me sentí todo el tiempo solo. Pensé que debían de haber resultado unas fotos chocantes, reveladoras, incluso con punctum barthesiano alguna de ellas. Después de cenar nos despedimos con afecto aparente. Nunca me llamó. Nunca más volví a verlo. No recuerdo su nombre. Perdí su número en uno de los cambios de móvil que hice por entonces. Esas fotos, sin embargo, existen, estoy seguro. En alguna de ellas aparezco con Lisboa al fondo y un extraño a mi lado, casi un fantasma, un desconocido, un nefasto ligue de tres días.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario