lunes, 14 de diciembre de 2015

DAVID Y LOS GATOS


Tú no lo sabes, pero los gatos sí. Yo tampoco lo sabía, pero los gatos me lo enseñaron. Los gatos miraban todos juntos hacia el mismo lugar de las ramblas. Como extasiados, como si hubieran acabado de nacer en ese mismo instante, los gatos habían decidido que merecía la pena concentrarse en mirar juntos hacia lo que no existía. Porque, ¿qué había allí, en las ramblas, a las diez de la noche, en una ciudad arrasada, que mereciera una mínima atención? Pero era algo, sin duda, algo que los gatos sabían, o algo que tenía que ver contigo y con tu desaparición, contigo y con tu muerte, con nosotros en otro tiempo allí junto a las ramblas, hechos de pura risa contagiosa contra las mezquindades y contra las atrofias, con lo que en otro tiempo, en tantos otros tiempos, habíamos sido o podido ser –porque nada de lo que fuimos es cierto con certeza, nada nos contamina con su verdad impecable. Algo que ahora no puedo decir ni podré acaso decir nunca, o quizá sí dentro de unos años, en una ciudad parecida a esta pero atravesada por menos recuerdos, por menos esquinas de porosa memoria. Tú no lo sabes y yo tampoco lo sé. Te he mentido. Lo que los gatos me enseñaron es una cosa distinta. Me recordaron que es preciso callar cuando estamos perdidos entre las palabras y las cosas. Basta. Qué puedo decirte que tú no sepas ya. Ahí, en ese coqueto rincón de la ciudad, junto a la espiral de brisa retorcida al rojo vivo, yacen las palabras que hemos dejado atrás. Acaso lo que los gatos miran son sus cáscaras vanas. No volveremos ya a acurrucarnos con Goretti en las cabinas telefónicas porque ya no hay cabinas telefónicas. No saldremos ya a acechar sombras malévolas porque ya no hay sombras malévolas que acechar. No se desatarán ya nuestras carcajadas en las callejuelas porque todas las callejuelas han desaparecido y no hay ya ni siquiera bocas con que dar forma a carcajada alguna. Todo esto tú no lo sabes, yo tampoco lo sé e incluso los gatos parecen no saberlo. Pero todo está hilado por dentro, atado por finas cuerdas que traspasan la carne, cuerdas que desembocan en los sumideros más imprevistos, ¿sabes?, cordones umbilicales que se multiplican por debajo de los adoquines, cuyo sinuoso desfile podemos incluso sentir cuando paseamos –tú ya no, tú duermes ya– hasta uno u otro confín de la ciudad. Dime qué ves. Recuérdame tu voz.  Lo voy a guardar todo celosamente bajo llave, todas las gracias y todas las amputaciones, todo el desparpajo y toda la soledad. No habrá noche que no recuerde estos gatos que miraban el vacío mientras tú ya dormías. Me quedo para que no pienses que me he ido contigo. Me voy contigo para que no pienses que me quedo. Ah, me olvidaba: alguien, aún no sé quién, bajó por entre unos arbustos, tomó un sendero escondido, llegó al borde del barranco arrimado a una pared, penetró por un hueco de esa misma pared y accedió a una vivienda que debía ser la suya. Todo esto ocurrió sin que yo dejara de pensar que pasaría otra cosa, como tantas veces entonces, como tantos equívocos y fugas, tantas concomitancias y contradicciones, tantas retorceduras, tantos vínculos. Los gatos, David, están contra nosotros. Nos quieren lejos, nos toleran tan sólo para que nos vayamos pronto de aquí. Aquel día, en la clínica, ¿qué me dijiste? Hablabas ya otro idioma, la lengua de la otra realidad, la lengua de las miradas perdidas, el no lenguaje de la vida en el límite. Descansa, descansa, amigo, pero no ronques mucho.

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