sábado, 26 de septiembre de 2015

CALLE EL SALUDO


Esta mañana, mientras recorría las calles de un barrio familiar en busca de un restaurante nuevo del que me había hablado un amigo, desemboqué, buscando un atajo, en una calle muy poco transitada, una calle de unos treinta metros de largo y apenas siete u ocho casas, en la que, en el momento en que yo pasaba, no había sino tres palomas arrebujadas junto a la rueda de un coche y el rojo intenso de unos geranios que colgaban de un pequeño balcón. Hubiera proseguido sin más mi camino, pues no había allí nada que llamara mi atención, pero me detuve. Sentí que era preciso interrelacionar allí algo, o que algo se interrelacionaba allí en el mismo instante en que yo lo atravesaba, algo de lo que, evidentemente, yo formaba parte, yo que creía no formar ya parte de nada, y que sufría, o creía sufrir, por tanto apartamiento o dejadez. Lo curioso es no me pregunté, como otras veces, qué es lo que me hacía detenerme, qué había que resolver allí o qué había provocado la interrupción de un trayecto casi mecánico en busca de aquel restaurante –que, por cierto, nunca encontré. Había algo en el cielo, como todos estos últimos días, descorazonador. Algo entre lo compungido y lo iracundo, una indiscernible tensión que, nacida allí arriba, en los intersticios de las nubes, muy poco por encima de las antenas arracimadas en las azoteas, descendía hasta las calles, hasta los mismos cuerpos, y los cubría con una pátina de sudor, de incuria o de ceguera. No había, de hecho, ningún tipo de entusiasmo en la búsqueda de aquel restaurante nuevo del que me habían hablado y me decía que si lo buscaba no era sino por no tener nada mejor que hacer o porque casualmente me había acordado, al transitar las calles de aquel barrio familiar, del amigo que me había recomendado ese sitio en el que preparaban unos “excelentes camarones a la plancha”.  Lo cierto es que, parado en medio de la calle El Saludo, a unos pasos del siniestro tumulto de las palomas, que ni siquiera se habían apartado a mi paso, como si aquello en lo que trajinaban –desperdicios, cortejos, riñas– fuera mucho más importante que su mera supervivencia, me olvidé por un instante de por qué había entrado en esa calle. De una de las casas, cerca de la esquina, a unos veinte metros de donde yo estaba, salió un hombre encorvado, de unos setenta años, vestido con una camisa demasiado grande para su cuerpo enteco, consumido. Miró hacia mí un momento, desvió su mirada y salió de la calle como rumiando algún propósito más o menos turbio. Recuerdo que miré una vez más a las palomas, sin fijarme en si estaban devorando algún desecho o devorándose las unas a las otras, y a continuación miré una vez más los geranios, la paz tortuosa que aquellas flores desprendían bajo los cielos pálidos, entre las casas sucias (o al revés). Nada había allí que pudiera interesarme, pero era necesario que siguiera parado en medio de la calle, respirando la silenciosa salida de aquel anciano de una casa que no era sin duda la suya, respirando el golpeteo de los picos de las palomas en el asfalto caliente de debajo de los coches, respirando mi propio sudor pegado a la camiseta en la parte baja de la espalda, respirando sin más unos segundos más. Era como si, de alguna manera, se hubieran cerrado unas puertas inexistentes a la entrada y a la salida de la calle El Saludo, y, retenido en el interior de la calle, pudiera relacionarme sólo con unas palomas, con unos geranios y con el recuerdo de un hombre que se había marchado. Sentí que no había nadie más allí, que las casas estaban vacías. Las antenas de televisión, en forma de rastrillos, de trampas para ratones o de rizos mal peinados, no parecían capaces de retransmitir señal alguna, oxidadas y hasta medio caídas como estaba la mayoría, y, al igual que algunas ventanas tapiadas y que los muros derruidos de algunas azoteas, revelaban que en aquella calle la vida había dejado de existir hacía mucho tiempo. Pero entonces, ¿qué había ido a hacer aquel anciano a la casa de donde lo vi salir? ¿Se traía entre manos algo que, de algún modo, tuviera que ver conmigo o pudiera estar relacionado con el hecho, ya a aquellas alturas demasiado extraño, de que yo estuviera parado en medio de la calle y no supiera o quisiera salir de allí? Las palomas se habían escondido debajo de la carrocería de uno de los coches. Los geranios temblaron con una ráfaga de viento que bajó como por un trampolín, atravesó la calle y salió por el otro extremo en dirección al mar. Una ráfaga insólita, quizá el primer anuncio de que iba a acabar el bochorno. Me subí a la acera, no porque fuera a pasar ningún coche, sino para dejarles paso a las palomas, que en aquel instante bajaban por la calzada, siempre juntas las tres, picoteándose como si les fuera la vida en ello. La vida. La vida está llena de momentos como este, pero, si no tenemos la suerte o la desgracia de detenernos a contemplarlos, se nos escapan como si nunca hubieran existido. Somos parte del tiempo y del espacio, pero casi nunca nos es dado comprobarlo de forma fehaciente, sentir que nuestro cuerpo se adhiere a un instante y a un lugar que nos atrapan con su inanidad y nos desfiguran, nos anonadan y nos devuelven transformados. Cuando di los primeros pasos, desde el lugar en el que me había parado hasta el final de la calle, y vi las perspectivas que se abrían hacia otras calles, hacia el resto del barrio familiar, incluso hacia el puerto y el mar, era incapaz de saber cuánto tiempo había pasado en esa pequeña calle insignificante ni qué había realmente ocurrido allí. Salía como de un sueño y me costó recordar que estaba buscando un restaurante, que era la hora de comer y que el mundo era algo más que el tumulto de unas palomas voraces y el brillo de unos geranios temblorosos.  

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