martes, 30 de junio de 2015

PHILIPPE JACCOTTET CUMPLE 90 AÑOS

El poeta suizo Philippe Jaccottet (Moudon, 1925) cumple hoy 90 años. Como pequeño tributo a su persona y a su obra, publico aquí los poemas que integran "La palabra alegría", una de las secciones de su libro Pensamientos bajo las nubes (1983), en una traducción inédita que realicé hace algunos años y que el propio Philippe Jaccottet tuvo la  gentileza de revisar. 




LA PALABRA ALEGRÍA


Recuerdo que un verano reciente, mientras caminaba una vez más por el campo, la palabra alegría (joie), igual que a veces cruza el cielo un pájaro al que no se esperaba y que no se identifica inmediatamente, me pasó por el espíritu y me produjo, también ella, asombro. Creo que al principio vino una rima a hacerle eco, la palabra seda (soie); no de un modo totalmente arbitrario, pues el cielo de verano en ese momento, brillante, ligero y precioso como era, hacía pensar en inmensos estandartes de seda que flotaran por encima de los árboles y las colinas con reflejos de plata, mientras que los sapos siempre invisibles hacían elevarse del foso profundo, invadido por las cañas, voces que, a pesar de su fuerza, también parecían plateadas, lunares. Fue un momento feliz; pero no por eso la rima con alegría (joie) era legítima.
     La palabra misma, esta palabra que me había sorprendido, y cuyo sentido me parecía no comprender bien ya, era redonda en la boca, como un fruto; si me ponía a soñar a causa de ella, debía deslizarme de la plata (el color del paisaje por el que caminaba cuando pensé en ella de repente) al oro, y de la hora de la tarde a la del mediodía. Volvía a ver paisajes de cosechas a pleno sol; no era suficiente; no había que tener miedo a dejar que actuara la levadura de la metamorfosis. Cada espiga se convertía en un instrumento de cobre, el campo en una orquesta de paja y de polvo dorado; brotaba de él un resplandor sonoro que yo hubiera querido llamar de entrada un incendio, pero no: no podía ser algo furioso, devastador, ni siquiera salvaje. (Tampoco me venían al espíritu imágenes de placer, de voluptuosidad.) Intentaba oír mejor esta palabra (de la que casi se hubiera podido decir que me venía de una lengua extranjera, o muerta): la redondez del fruto, el oro de los trigos, el júbilo de una orquesta de cobres, en todo esto había algo verdadero; pero faltaba lo esencial: la plenitud, y no solamente la plenitud (que tiene algo de inmóvil, de cerrado, de eterno), sino el recuerdo o el sueño de un espacio que, aunque pleno, aunque completo, no dejaría, tranquilamente, soberanamente, de ensancharse, de abrirse, a imagen de un templo cuyas columnas (que no sostendrían ya sino el aire tal y como se ve en las ruinas) se separarían hasta el infinito unas de otras sin romper sus lazos invisibles; o como el carro de Elías cuyas ruedas crecerían al compás de las galaxias sin que se rompiera su eje.

     Esta palabra casi olvidada había debido llegarme de tales alturas como el eco extremadamente débil de una inmensa tormenta feliz. Entonces, en el nacimiento invernal de otro año, entre enero y marzo, me he puesto a partir de ella, no a reflexionar, sino a escuchar y recoger signos, a deslizarme por el hilo de las imágenes; comprendiendo, o diciéndome perezosamente, que no podía hacer nada mejor, a riesgo de no retener después sino fragmentos, incluso imperfectos y poco coherentes, tales como los que, con algunos borrones más o menos, me había traído este final de invierno muy lejos del gran sol entrevisto.







Soy como alguien que cavara en la bruma

buscando lo que escapa de la bruma

porque ha oído unos pasos a lo lejos

y unas frases cambiadas entre gente de paso.







(El que ya no ve bien, y se fía de la niña

parecida al escaramujo...

Da un paso bajo el sol del final del invierno,

luego vuelve a aspirar, arriesga un paso más...



Nunca se ha consagrado realmente a nuestros días,

ni ha sido libre como quien chapotea en las praderas del aire,

posee más bien el carácter de la bruma,

en busca del escaso calor que la disipe.)









Toda alegría está lejos. Demasiado lejos ya probablemente,

como él se dice que lo ha estado siempre, incluso de niño,

si recuerda mejor el perfume de una peonía húmeda

rozada en aquel tiempo con el muslo

que el rostro de su madre joven

en el jardín donde el serbal manchaba de rojo el sendero.



Él, que ni siquiera va ya hasta el fondo de su jardín.





Como el corredor que al límite de sus fuerzas

pasa al que lo releva una barra de madera blanca,

pero su mano, ¿no tiene nada que pasar detrás de él,

ni una rama que rebrote o que arda?







¿Será que los he inventado yo, el pincel del poniente

sobre la áspera tela de la tierra,

el óleo dorado de la tarde sobre los prados y los bosques?



Pero era como la lámpara sobre la mesa con el pan.






Acuérdate, cuando ya no hagas pie,

de beber esta bruma con tus débiles manos,

recoge este poco de paja como lecho para el sufrimiento,

ahí, en el hueco de tu mano manchada:



podría brillar en la mano

como el agua del tiempo.







 Día apenas más amarillo sobre la piedra y más extenso,

¿no me podrás restablecer?

Sol al fin menos tímido, sol creciente,

restáñame este corazón.



Luz que te curvas para alzar la sombra

y sacudir el frío de tus hombros,

siempre he intentado comprenderte y obedecerte.



Es ahora, en febrero, cuando te yergues

muy lentamente como un luchador lanzado a tierra

que va a vencer –

levántame sobre tus hombros,

lávame de nuevo los ojos, haz que al fin me despierte,

arráncame ya de la tierra, que no la siga masticando

antes de tiempo como el cobarde que soy.



Ya sólo puedo hablar a través de estos fragmentos parecidos

a piedras que hay que levantar con su parte de sombra

y contra las que tropezamos,

más dispersos que ellas.







 Pero quizás se pueda remendar cada día,

malla por malla, la red desgarrada,

y sería, en el más alto espacio,

como recoser, astro a astro, la noche...







 (Plegaria de los agonizantes: zumbido

de abejas negras, como para ir a recoger

en la profundidad de las flores ausentes

con qué hacer la miel que nunca hemos probado.



Se escucha así la voz de aquellos monjes

que habitaban la cúspide del mundo

en el fondo de templos iguales a castillos

erigidos al paso de los vientos ignotos

cuyas conchas reúnen la violencia.



Su gong retumba

o es un glaciar que se fractura.



Pero son ellos los que cantan

con la voz más potente y baja nunca oída,

se los creería bueyes rumiando sus salmodias,

uncidos entre sí para arar sin descanso

el sembrado coriáceo de lo eterno.





¿Erraban, tirando así de su arado con rejas de glaciar

desde el alba al crepúsculo?



Sus voces acordes con las montañas,

¿las tenían a raya?



Ahora las oímos desde lejos,

nosotros, tartamudos de voz entrecortada

que el más mínimo soplo dispersa como paja.)







 En la montaña, en la tarde sin viento

y en la leche de la luz

brillando en los ramajes aún desnudos de los nogales,

en el largo silencio:

el murmullo del agua

que acompaña un instante la vereda,

el agua que descubren estas motas brillantes,

o estos destellos de cristal en el polvo,

su clara y débil voz

de herrerillo asustado.







 Esta mañana había un espejo redondo en la bruma,

un disco plateado a punto de ser oro:

hubiera bastado más fuego en los ojos para ver en él

el rostro de la que borra con cuidado amoroso

las marcas de la noche...







 Y en el día aún gris

corren aquí y allá como crestas de un fuego pálido

los ramajes más nuevos de los tilos...









Como vemos ahora en los jardines de febrero

arder estos pequeños fuegos de hojas

(y parece que es menos por limpiar

el cercado que por ayudar a la luz a extenderse),

¿es cierto que ya no podemos

hacer lo mismo, con nuestro invisible corazón?







 ¡Mírala cómo corre con sus piernas tan nuevas

al encuentro del amor

como un arroyo de cristal vibrando entre las rocas,

llena de premura y de risa!



¿Es el azote de las golondrinas sobre los prados húmedos

lo que la apremia?









 Ascendemos ahora por estas sendas de montaña,

entre prados que son como literas

donde el ganado de las nubes acaba de levantarse

bajo el báculo de los vientos.

Se diría que grandes formas van caminando por el cielo.



La luz se fortifica, crece el espacio,

las montañas parecen cada vez menos murallas,

e irradian, también ellas crecen,

los grandes guardianes circulan por encima de nosotros —

y la palabra que el milano traza lentamente, muy alto,

si el aire la borra, ¿no es la misma que pensábamos

no poder ya oír?



¿Qué hemos cruzado ahí?

¿Una visión, semejante a una tierra azul sembrada?



¿Conservaremos en el hombro, más de un instante,

la huella de esta mano?











 Se dibuja en el aire una vena rosada

y poco a poco varias, como bajo la piel

de una mano muy joven que saluda o dice adiós.

Se insinúa en la luz una dulzura

como para ayudar a atravesar la noche.



Tórtola, tantas plumas para tus alas,

tantos rumores tiernos en tus labios, desconocida.













 Está la pena, que arruga,

está el frío que crece,

a veces es como si ya no se tuviera piel,

tan sólo la piedra de los huesos:

una jaula de piedra con un hogar frío en el centro,

una especie de cárcel donde se desconoce

si aún hay alguien por liberar,

y la llave que choca en los barrotes

produce un ruido seco y mate.



La pena se ha enraizado con cuerdas amarillas

como la ortiga

y el rostro ha ensombrecido.

Hay plantas tan tenaces

que sólo el fuego puede destruirlas.











 Se diría que él se esconde, con terror, en la luz de la aurora

como al fondo de una rosaleda;

respira ahí un perfume

por el que le parece escapar a los barrotes de la bruma.



¡Ah, cómo contempla esta aurora,

este poco de brasa en el hierro de las montañas,

él, que cada mañana se aleja un poco más de ellas!

¡Cómo se acuerda! ¡Cómo apenas se acuerda:

cuando el rostro, cuando el cuerpo también se volvían rosados

con el primer grito incierto de un ave aventurada!











 Las nubes se construyen en hileras de piedras

una sobre otra,

ligera bóveda o arco gris.



Muy poco es lo que nosotros podemos sostener,

apenas una corona de papel dorado;

con la primera espina

pedimos ayuda temblando.











 Que me digan quién ha conquistado la certidumbre

e irradia desde ese instante en la paz

como la última montaña en apagarse

no se estremece nunca bajo el peso de la noche.







 Esta montaña tiene su doble en mi corazón.



Me adhiero a su sombra,

recojo entre mis manos su silencio

para que crezca en mí y fuera de mí,

para que se extienda, se apacigüe y purifique.



Heme aquí: ella me viste como un manto.



Pero más poderosa, se diría, que las montañas

y todo filo blanco nacido de sus fraguas,

es la llave frágil de la sonrisa.











 Abrimos otra vez los grandes libros:

los que hablan de castillos por conquistar, de ríos

por cruzar, de pájaros que guían a los hombres...



Sus palabras

se dirían prendidas en los pliegues de estandartes azules

que un viento de ignorado origen exalta

al punto que ninguna frase puede leerse en ellos completa.



O se diría que andan entre cimas,

ellas mismas inmensas, apenas oídas, inaccesibles,

a menos que al calor del corazón

no se ciernan como nieve sobre nuestros desnudos pies.











 Esta luz que construye templos,

estas columnas azules sobre sus pedestales de piedra

al pie de los cuales hemos caminado exultantes



(sobre la mesa rugosa hemos puesto algunas flores silvestres

en forma de estrellas polvorientas,

tras mojar nuestras manos en el abrevadero

como en un sarcófago de aguas relumbrantes),



esta luz soberana sobre las rocas,

que lleva en el centro del frontón el disco en llamas

que ciega nuestros ojos,



si carece de poder, como parece, sobre las lágrimas,

¿cómo seguir amándola?











 La lira de cobre de los fresnos

ha brillado un buen rato por la nieve.



Luego, cuando bajamos otra vez

al encuentro de las nubes,

se oye enseguida el río

bajo su sábana de niebla.





Cállate: lo que ibas a decir

cubriría su ruido.

Tan sólo escucha: ya se ha abierto la puerta.

viernes, 12 de junio de 2015

UNA TARDE DE JUNIO


                                                                                                    Para Pedro Tena

Si la anotas, si anotas la fecha de este día, tan insulsa como lo son todas, acaso más adelante descubras que hubo en él una oportunidad para lo impredecible. Si la anotas, si con la punta de un lápiz dibujas unas cifras que son tan irreales como nuestro propio descenso por la vida, te parecerá, cuando pasen los años, que estuviste entonces, ahora, a punto de desvelar la clave, el rito secreto que hubiera producido el milagro esperado, lo impredecible, el vuelo. Aquel día empezaste a desmantelar la casa. Todo debía ser empaquetado o destruido. Y entre lo uno y lo otro no había mucha diferencia. Se trataba de generar un vacío allí donde la vida no había sido durante años sino una mera algarabía cotidiana. Desperdigados por las habitaciones, entre las repisas de las estanterías, bajo las almohadas, papelitos con frases, conchas de caracoles, cables, tarjetas de visita, afiladores, piedras frías, pelusas, ciscos, cosas, cientos de cosas en un quieto alboroto parecían estar intentando decir algo, cada una quizá su insignificante y sorprendente sentido, que no era otro que el de haber permanecido durante años en el exacto lugar del que la recogías para depositarla sin miramientos en una de las bolsas de la basura. Qué pretenciosa era, sin embargo, aunque fuera extremadamente fugaz, la detonación que esa cosa producía en tu mente. Sentías, sin poder evitarlo, como unas cosquillas imposibles. Esto no estaba aquí cuando yo eso o lo otro; esto ya estaba aquí cuando yo lo de más allá. Aquello llegó aquí después de que yo esto o aquello; esto debía de estar aquí antes de que yo lo otro o lo de más allá. Mientras se te anudaban estas pequeñas intrigas en ese lugar de la conciencia donde todo ocurre sin que apenas sea percibido, en otro de sus espacios privilegiados, al que algunos llaman corazón, sentías de pronto una separación, el no saber si se produciría el reencuentro, el desasosiego de las horas que pasan como si alguien estuviera cavando un hoyo para nuestro cuerpo. La fecha, la fecha. Si la anotaras, quizá. Se trataba de un día de junio, de una tarde de junio, qué nombre tan hermoso el de ese mes, junio, un nombre luminoso como el de un balcón al atardecer, un nombre que parece hacerlo todo posible. Junio de la tarde parada. Junio de las enredaderas secas. Junio de la brisa encantada. Las cajas se amontonaban ya unas sobre otras. Formar con ellas un muro, pensaste, un muro que separe el salón en dos, que te emparede vivo para no ver nunca más la tarde que muere. Junio de la luz asustada. Un muro de cajas que sería toda tu vida y que serviría para separarte de lo que fuiste hasta que ya no formarías parte de este mundo de vivos que viven en el interior de una luz condenada a morir. Te encontrarían semanas, meses, años más tarde, tu cuerpo devorado por una tarde de junio. Píldoras, betunes, fósforos, lápices, cajas de grapas, hojas garabateadas, botellas de plástico vacías. En el lugar que todo aquello ocupaba había otra cosa a la espera, algo que había quedado relegado en el mismo momento en que aquello había ocupado un lugar que no le correspondía. Y lo que esa tarde intentabas era devolverle su lugar al vacío, desocuparlo todo, deshacerte de todo lo que te sobraba, es decir, de todo en absoluto. Había proliferado tanto la muchedumbre de las insignificancias. Todo debía acabar en una caja, encerrado en la oscuridad de una caja, despojado de la luz que, a pesar de retirarse, lo bañaba aquella tarde todo como si el peso del tiempo transcurrido no importara, como si todo aquello estuviera en el lugar apropiado. Había que cortar la franja que unía a las cosas con la luz. Había que amontonar montones de oscuridad entre la casa y la tarde. En medio de aquella oscuridad, en el interior de las cajas, rodeado por los cachivaches y los libros, nada tendría ya el color que nunca tuvo, todo volvería a ser imposible para siempre. La fecha no volvería ya a importar, ni siquiera el nombre de nadie. Sumida entre las cajas, emparedada contra su propia insignificancia, aquella tarde volvería a ser idéntica a cualquier otra tarde, como si nunca hubiese existido.   

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Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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