Con todo cariño para Paco Moreno, Luis Granizo, Andrés Febles y Manuel Prieto.
Un aire de extravagante estupidez circula entre los pasillos
y las gradas. El público ha venido para ver jugar a los campeones de la
provincia contra los nuevos pupilos del club de la montaña. Los papás llevan de
la mano a sus hijos con la convicción de que en un futuro no muy lejano se
convertirán en los nuevos campeones de la provincia. El entrenador del club de
la montaña masculla unos consejos desesperados que ninguno de sus pupilos se
siente capaz de poner en práctica. Unas ráfagas de viento, como hacía años que no
se sentían soplar, se levantan y tuercen en el aire la trayectoria de las
pelotas, que empiezan a caer donde ninguno de los contrincantes se esperaba.
Las gradas rezuman un vapor que no se sabe si tiene su origen en las gotas de
sudor de los espectadores que el sol de la canícula evapora con crujidos casi
inaudibles o en la mirada turbia de los jugadores que se afanan en devolver
hasta los tiros más esquinados. Uno de ellos, la primera raqueta visitante,
deja entrever el vello incipiente de un pecho bien formado entre los pliegues
del cuello de su polo lacoste. Luego, en las duchas, otros jugadores, de su
mismo equipo y del contrario, pasarán frente a ese pecho enjabonado,
chorreante, y desviarán sin saber por qué la mirada. Los socavones de unos
desmontes practicados años atrás en la ladera de la montaña al pie de la cual
se construyeron las pistas lanzan sus destellos rojizos de carne reseca al sol
del mediodía. En esos socavones tenía encerrados el entrenador a unos perros de
caza a los que, según se decía, iba a alimentar solo muy de tarde en tarde. Los
jugadores locales que esperan su turno para jugar miran cómo lo hacen sus
futuros contrincantes y temen no haber afinado en los entrenamientos su pericia
lo suficiente como para derrotarlos cuando les llegue el momento. Escuchan los
consejos que el entrenador les susurra al oído sin que en ningún momento se
sientan capaces de llevarlos a cabo. A medida que los visitantes van aparcando
sus coches en los terraplenes que rodean las instalaciones del club de la
montaña, va llegando más público que recorre los pasillos, visita el bar, se
instala en las gradas. Entre las tabaibas, las plataneras, los riscos, las
pencas adheridas a los riscos, las contracciones de la ladera voladiza y las
casas apartadas, el torneo tiene algo de irreal, de soñado, como si ese
domingo, un domingo perdido en alguna equivocación de la memoria, nunca hubiera
debido existir. Uno de los papás, con ínfulas de falso aristócrata, en realidad
un mero empresario de la construcción dueño también de varias discotecas y
mayorista de ropa deportiva, azuza a su retoño, segunda raqueta del equipo
visitante, contra su futuro contrincante local. Le hace creer con zalamerías que
su juego agresivo no encontrará obstáculo alguno en las técnicas pusilánimes y
retorcidas del número dos de los anfitriones. Este, que lo escucha todo desde
una pequeña terraza escondida sobre el techo de las duchas, medita su estrategia
defensiva y traza mentalmente los pases paralelos, cruzados o elevados que
tendrá que tirar cuando su contrincante suba a la red para atacarlo. En
realidad, la única posibilidad de que los jugadores locales puedan ganar el
torneo pasa por mantener intacta la conciencia de la absoluta inutilidad de
toda estrategia. Da lo mismo que piquen la pelota, que la liften, que la
corten, que la acuchillen, que la acaricien o que la dejen —esas extrañas
palabras emplea su entrenador, que, aunque nunca se lo haya hecho saber, no alberga
en ellos ninguna confianza—, pues en realidad están expuestos al más crudo de
los azares, a la mayor o menor capacidad que sus rivales demuestren para
escandalizarse o defenderse de sus extrañas y heterodoxas maniobras en el
juego, de sus desplazamientos fingidos, de sus inusuales y en el fondo
contraproducentes carreras marcha atrás, de sus alocadas subidas oblicuas a la
red, de sus desesperantes globos, de sus dejadas suicidas. Aleccionados por uno
de los entrenadores más prestigiosos de la provincia, por uno de los pocos cuyo
estilo se corresponde a la perfección, según los expertos, con las técnicas
canónicas del juego, ellos, los nuevos pupilos, han acabado haciendo lo que les
da la gana, empuñan la raqueta cada uno a su manera propia e inventada,
disparan tiros que no parecen obedecer a estrategia alguna y que, por eso
mismo, salen de cualquier manera y despistan con frecuencia a sus oponentes. El
público, que sabe todo esto, abarrota ya las gradas de la pista principal
mientras los campeones de la provincia, en el partido de dobles, vapulean a los
jugadores locales que, de momento, no se entienden entre ellos ni cada uno
consigo mismo. En vez de entrenar duro el día anterior, sabiendo como sabían
que se iban a enfrentar a los actuales campeones de la provincia, los jugadores
del club de la montaña se dedicaron a corretear por los senderos de la ladera, a
jugar a las cartas en la casa abandonada y a practicar llaves de lucha que los
dejaron agotados. En el bar del club de la montaña se han encargado ya las
famosas tortillas que darán de comer, sea cual sea el resultado, tanto a los
jugadores locales como a los visitantes. Se trata de unos gruesos mazacotes de
papas y huevos entreverados de chorizo, aceitunas, cebolla y perejil que se han
hecho famosos en toda la provincia y constituyen quizá el verdadero motivo por
el que el club de la montaña acaba abarrotado los domingos en que se celebran
torneos. Las vallas pintadas de verde que protegen las pistas chirrían cada vez
que una pelota golpea contra ellas. En lo alto de una silla de metal también
pintada de verde, protegido por una especie de pupitre replegable en el que
apoya su cuaderno de anotaciones, el árbitro dictamina si la pelota ha caído
fuera o dentro de la pista, canta la puntuación de las jugadas, establece los
tiempos de descanso en los cambios de lado, escudriña ceñudo y prepotente a los
jugadores que se atreven a protestar, manda callar al público exaltado, se
convierte en dueño y señor de un juego que no es suyo solo para fustigar la
ilusión, la paciencia y las esperanzas ajenas. Aparentemente aliadas con los
jugadores locales —los fundadores del
club de la montaña sabían lo que hacían—, las ráfagas, que arrecian, arrebatan
los tiros más certeros, ralentizan las bolas ganadoras hasta dejarlas a merced
de quien había sido superado por ellas, detienen en el centro de la pista las
que iban a caer varios metros detrás de la línea de fondo y hacen que las
pelotas tracen los arabescos más descabellados para enfado y desesperación de
los jugadores visitantes. El equipo local, que ha perdido el partido de dobles,
gana de este modo los dos individuales. Vence así, contra todo pronóstico, a
los campeones de la provincia. Las familias de los ganadores aplauden. Los
jugadores se demoran, cabizbajos unos y eufóricos los otros, en las duchas. Las
tortillas circulan entre las mesas cubiertas con manteles de hule. Los perros
que, se dice, sobreviven encerrados en los socavones de la ladera, ladran en el
momento en que el barranco devora la última claridad de la tarde. El público se
retira con la convicción de que una victoria así, injusta combinación de un
hado funesto y de la más artera superchería, no debería pasar a los anales
deportivos de la provincia. Una vez que el equipo visitante se ha marchado, los
jugadores locales, su entrenador, sus familias y el dueño del bar, autor de las
famosas tortillas, sacan una baraja y empiezan una partida de envite.