¿No hay algo
gelatinoso, como caramelizado, incluso pasteloso en muchas de estas pinturas?
Sí, ya sé que es un disparate, pero hay —o veo yo— un cierto rictus soufflé
—lo que quiera que esto signifique— en la luz que abotarga edificios que son como grandes tartas
de cumpleaños en medio de ciudades inhóspitas.
Y no lo digo
—lo de gelatinoso, caramelizado y hasta pasteloso— solo por la actitud exageradamente solemne de buena parte de
los personajes pintados. Viendo estas pinturas, se puede pensar que la vida
consiste en plantarse frente a una ventana para contemplar el patio trasero de
una fábrica en sombras por toda la eternidad. O que los baños de luz a las
siete de la mañana conducen a una iluminación no exclusivamente cutánea.
Fingen, y fingen triplemente, puesto que han sido pintados mientras fingían que
fingían, todos estos personajes sin rostro.
¿Será por
eso por lo que aquí, en la exposición, la gente se permite hablar de cualquier
cosa, de una transacción inmobiliaria en el valle de Arán o de la última contrarreloj
de la vuelta ciclista? Una pintura que permita a quienes la contemplan o la
circunscriben hablar incluso con mayor intimidad de lo habitual sobre cualquier
tema. Una pintura que no solo no escucha a quienes van a verla, sino que además
les ofrece el marco ideal para sus conversaciones compulsivas.
Tan
compulsivas que, en un momento determinado, uno de los vigilantes tiene que
chistar para que los visitantes se callen.
En algunas
pinturas —como esa, tan célebre, en la que una chica lee un papel en
una habitación— el artista parece haber llegado hasta el grado cero de la
curiosidad. Uno se pregunta por qué no ha esperado un poco más para pintarla
desnuda. ¿O acaso se llega hasta donde se puede llegar, es decir, se pinta como
si uno fuera el botones que ha abierto de improviso la puerta del cuarto y se
ha encontrado la escena de la recién llegada ya casi del todo desvestida? El
misterio de lo que lee ha dado lugar, supongo, a ríos de malsana tinta
interpretativa. Yo creo que es la lista de servicios del hotel.
Hay gente que mira estos cuadros con envidia. Confieso que no se me alcanza si se trata de envidia por no haberlos pintado, envidia por no poder estar dentro del cuadro en ese momento o envidia por no ser su propietario.
¿Hay un
límite para el número de ventanas que un hombre puede pintar a lo largo de su
vida?
Pocos se han
atrevido a pintar el viento. Hopper lo pinta.
Es un mundo
en el que, a pesar de la sinuosa presencia de la luz —que una y otra vez insiste en detenerse donde no debiera—, se tiene la impresión de estar encerrado sin ninguna
posibilidad de escapar. Y no me refiero tanto a los cuadros de interiores, sino
sobre todo a los de exteriores: las llanuras son aterradoras, los puentes solo
sirven para mordisquear las conciencias, los balcones no son más que pozos de
luz y los bikinis, siento decirlo, parecen modernos cinturones de castidad.
Calculo que
habrá más de doscientos visitantes en las cuatro o cinco salas de que consta la
exposición. Esto no hay Hopper que lo resista. Llega un momento en que para ver
un matiz de crepúsculo en un surtidor de gasolinera tiene uno que darse de
codazos con un par de marujas.
Por aquí
anda siempre la hierba como una presencia entre la luz y la sombra.
A pesar de
todas las sandeces que yo pueda decir, Hopper es un pintor extraordinario y cada
una de estas obras merecería que se permaneciera contemplándola —a solas y en silencio— durante horas.