viernes, 24 de agosto de 2012

LA CALETA DE INTERIÁN

Un camino empinado me llevó hasta la inesperada visión de unos bajíos. Pensé que al final habría más malezas, pero me encontré con unos terraplenes en los que trabajaban un tractor, un camión y dos operarios. Los huecos en el muro por los que se podía ver la costa (una vez recorrido el camino empinado) eran como los ojos reconcomidos de una gran máscara ciega. El mar se perpetuaba en los bajíos, ola va y ola viene, estremecimiento de las piedras y estremecimiento de las piedras: tambor y celosía y estertores y orgasmo. Los operarios estaban vestidos con unos monos de color naranja y permanecían a una distancia prudente el uno del otro. El muro que recorría la costa o, mejor, el borde superior de la costa (hasta el que llevaba el camino empinado), estaba construido con las mismas piedras por las que el mar penetraba o que el mar interpretaba en los bajíos. La hora era la del final del mediodía y cualquier trabajo, por tanto, efectuado a aquella hora en los terraplenes contiguos a la desolación de las malezas era un trabajo clandestino. Cuatro piedras de aquellas recubiertas de musgo podían albergar muy bien un cuerpo que necesitaba descansar tras recorrer aquel camino empinado y hallarse ante una visión inesperada. Cuna de balancín en los bajíos o cuña para el bañista entrometido, cualquiera de estas dos metáforas podría aplicarse a las cuatro piedras en las que el cuerpo se encajaba para enfrentarse a la pleamar tras sus visiones. Quienes en épocas de mayores necesidades levantaron los muros de estas fincas o invernaderos hasta el mismo borde del mar sabían que el mar devora sin piedad y herrumbra sin contemplaciones los desesperados ingenios de los hombres. Ni como signos de nada permanecen ya estos muros semejantes a antiguas fortalezas con almenas y todo. Y con esos ojos que las gaviotas han picoteado sin dejar más que unas órbitas perplejas frente al mar. El tractor levanta tierra de los terraplenes que deposita en el volquete del camión para que este la traslade a otros terraplenes ─y así sucesivamente. Tierra y nubes de polvo y monos naranja y operarios esquivos tras las malezas que un muro separa del mar de los bajíos. Creí que el camino empinado llevaría más allá de los invernaderos, pero venía a morir entre unas zarzas al borde del acantilado. Entre muros como estos se suicidaban antes los maridos cornudos, las mujeres violadas, los adolescentes humillados por sus compañeros de colegio, los maricones del pueblo, los pastores trastornados. Dicen que usaban matarratas o herbicidas. A partir de las zarzas el itinerario se volvía confuso y a estas alturas ya no sabía si era en los bajíos donde me había bañado o en el volquete del camión, si el camino llevaba hasta los ojos vacíos de una gaviota disecada o hasta el tractor que levantaba unas malezas ardientes, si la cuna era el tractor o si el camión era el camino. No había quien entendiera nada o quizá no había nada que entender.

sábado, 18 de agosto de 2012

RAFAEL ENTREVISTA A RAFAEL

El joven poeta venezolano Rafael Ayala Páez (Zaraza, Estado de Guárico, 1988) ha tenido a bien entrevistarme. Como algunos lectores malpensados sospecharán que se trata en realidad de una autoentrevista camuflada con seudónimo, diré que no es así, que Rafael Ayala Páez existe realmente y que en su página web está ya publicada la entrevista, con el añadido de una selección de poemas (la mayoría de los cuales refuta probablemente las disparatadas afirmaciones del entrevistado). He decidido colgarla aquí también por si algunos lectores de este blog quieren refocilarse sanamente. No todo van a ser parodias y profanaciones.  

Rafael Ayala Páez: ¿Podría platicarnos un poco acerca de su relación con la poesía?

Rafael-José Díaz: Sí, con mucho gusto. Se trata de una relación visceral. Algunos poetas se jactan de escribir desde la más tierna niñez (como si eso demostrara algo). En mi caso, intento olvidarme de cuándo empecé a escribir y no me importa pensar que lo que escribo hoy pueda ser lo último. La poesía a veces no es sino un lastre para vivir. Otras veces nos endosa una careta de santones de la que tardamos años en desprendemos (si es que lo logramos). A veces, muy raras veces, se escribe un poema como si se diera un pasito para acceder a un mundo un poco distinto del nuestro. Entonces hay que estar dispuesto a ver, a dejar de ver, a olvidar y, sobre todo, a no arrodillarse ante ningún dios instantáneo.

R.A.P.: ¿Cuáles son sus influencias literarias? ¿Algún libro de poesía en particular ha tenido una decisiva importancia para usted?

R.-J.D.: No reconozco ninguna influencia literaria. Descreo de ese tipo de ansiedades. Fluencias, sí. Muchas fluencias, flujos y reflujos literarios. Se puede pensar que mi primera afirmación contiene una pizca de prepotencia. Que cada cual piense y sienta lo que en cada momento le apetezca —siempre que no pretenda que los demás piensen y sientan lo mismo. Cuando se escribe un poema —pero muy pocas veces se escribe un poema— se está creando un mundo nuevo de la nada. Una vida dentro de la vida. Ahí no hay influencias, dependencias o maestrías que valgan. Los maestros pretenden casi siempre imprimir las marcas de sus fustas en los lomos de sus sufridos discípulos. Estas relaciones sadomasoquistas en el seno de numerosas cortes literarias me producen verdadera repugnancia. ¿Libros de poesía que haya leído con agrado? Sobre todo aquellos que parten de la imposibilidad de decir y terminan en la imposibilidad de decir. O aquellos que, sin pretender decir gran cosa, dicen algo que en ese momento nos consuela, nos sana o nos enfurece.

R.A.P.: ¿Considera que el lenguaje, en particular con respecto a su propia poesía, es un acto íntimo?

R.-J.D.: Bueno, desde luego no es tan íntimo como otros actos… Y, por muy íntimo que sea, los poetas padecemos un exhibicionismo contumaz, estamos permanentemente deseando mostrar nuestras intimidades. Un lenguaje conservado en el desierto durante cuarenta días de soledad y de dolor sí que sería un acto auténticamente íntimo. Desde luego, la poesía se vive en una especie de clausura. Uno se emboza para alcanzar cierta separación de los demás, una particular ausencia de miradas ajenas que nos permita fijarnos exclusivamente en nosotros mismos. Entonces se saca lo que se pueda del interior —casi siempre es muy poco lo que se saca— y lo que se obtiene es un poema, es decir, un texto dotado del máximo grado posible de inutilidad. 

R.A.P.: Usted ha traducido la obra de Arthur Schopenhauer, Pierre Klossowski, Philippe Jaccottet, entre otros. ¿Puede describirnos brevemente el oficio de un traductor literario?

R.-J.D.: El traductor literario es un señor que siente cierta necesidad de leer textos literarios escritos en lenguas extranjeras y que, en un momento determinado, se atrinchera como un valiente entre diccionarios y gramáticas para ejercer uno de los pocos milagros que existen en este mundo: el de trasladar o transformar o reescribir o transcrear (dijo alguien) un libro escrito en esa lengua extranjera en la lengua propia del traductor. Se trata de una actividad que en pocas ocasiones se lleva a cabo con éxito rotundo. Es uno de los oficios más necesarios del mundo y, sin embargo, es de los peor pagados y de los menos reconocidos.

R.A.P.: ¿Cree que el trabajo de los traductores a veces se ignora?  ¿Qué podemos hacer para cambiar esto?

R.-J.D.: Creo que en la respuesta anterior contesté ya en cierto modo a esta pregunta. Yo no sé qué se podría hacer para mejorar las condiciones de vida de los traductores y la visión que se tiene de su trabajo. Como en casi todo, imagino que habrá que resistir y que luchar inventando permanentemente nuevas corazas y nuevas armas.

R.A.P.: ¿Cómo describiría la poesía contemporánea española? En su opinión, ¿cuáles son sus limitaciones, sus profundidades con relación a las generaciones anteriores?

R.-J.D.: A la poesía española contemporánea la describiría como una señora con peineta vestida con un modelito de lo más fashion que cuando saca a pasear a sus caniches les recita haikus, alejandrinos o versos blancos para que mejoren en lo posible su forma de ladrar. A la segunda parte de la pregunta no sabría responderle. Las limitaciones que pueda padecer no le impedirán a esa señora, la poesía española contemporánea, seguir haciendo de las suyas en todos los saraos. Y en cuando a profundidades, no creo que disponga de ninguna, por lo que, pura superficie brillante como es, posee la virtud de reflejar todo lo que se le ponga por delante.

R.A.P.: ¿Tiene usted algún consejo para los jóvenes poetas?

R.-J.D.: Que se alejen de los poetas y de la poesía tanto como puedan.

R.A.P.: ¿Actualmente en qué proyectos literarios está trabajando?

R.-J.D.: En el ahora más inmediato, acabo de terminar una entrevista que muy amablemente ha tenido a bien enviarme un joven poeta venezolano y en la que casi nunca respondo a lo que me pregunta —quizá porque es el único modo de responder realmente a algo. En otro orden de cosas, tengo dos libros de poemas huérfanos de editor y que muy probablemente enfermarán de falta de cariño paterno y terminarán sus tristes días en algún orfanato. También van apareciendo textos diversos, sobre todo en prosa, en el blog que desde hace dos años mantengo como un —discúlpeme la pedantería— laboratorio de escritura. Publico ahí no solo textos con los que abofeteo ciertas actitudes estéticas de lo más ridículas y pintorescas, sino también relatos, apuntes, poemas en prosa o fragmentos que recomiendo a todos aquellos que quieran comprobar el ruinoso laberinto en el que acaba convirtiéndose el jardín en el que una vez se creyó vivir en amena armonía.

martes, 7 de agosto de 2012

LOS CHICOS DE LA GASOLINERA

Yo no sabía que en lo alto de la montaña había un campamento de verano. Me lo dijeron los chicos de la gasolinera. “Hay dos maneras de llegar”, continuaron. “Las ventajas y las dificultades de ambos tipos de acceso son similares, pero las consecuencias son completamente distintas”. “Eso”, proseguí, “¿significa que, escoja la vía que escoja, el esfuerzo y el placer serán proporcionales, pero que, una vez que llegue a lo alto de la montaña, mi situación será radicalmente distinta dependiendo del camino que haya elegido?”. “Lo ha entendido usted bien, solo que no se trata de caminos”, respondieron los chicos de la gasolinera. Miré hacia lo alto de la montaña y vi un conjunto de luces muy próximas las unas a las otras. “Los caminos que podrían conducirle a la montaña fueron borrados a medida que los excursionistas los iban desbrozando para llegar al campamento”. “Y aun así”, inquirí, “existe un modo de llegar a lo alto de la montaña”. “Ya le hemos dicho que no existe un solo modo, sino dos”. “Es verdad, lo había olvidado. Por cierto, ¿aquellas luces que se ven allá arriba son las del campamento?” “Sí, aquellas luces son las luces del campamento. Se trata de fogatas que los campistas encienden después de cenar con la intención de ahuyentar a los depredadores”. “Pensaba que los únicos depredadores que había por aquí eran las corujas que atrapan entre horribles quejidos ratas y ratones”. Me equivocaba, al parecer, según los chicos de la gasolinera, pues “la montaña abunda en seres que se esconden en la oscuridad a la espera de una oportunidad para lanzarse contra sus víctimas”. Con las mangueras de los surtidores bien agarradas mientras servían gasolina a sendos clientes, los chicos me miraron con ese gesto a medias socarrón y a medias compasivo que les conocía de otras ocasiones. (Debo aclarar que si acudía a aquella gasolinera con más frecuencia de lo habitual era porque se trataba de la más cercana a mi domicilio; no desearía que ningún lector pensara en otras motivaciones menos transparentes o lógicas.) “¿Y no parecen más bien luces artificiales en vez de fogatas, no tienen como un aura de fluorescencia aquellos resplandores?”, me lancé a preguntarles, sobre todo por el prurito de llevarles la contraria. “Se equivoca”, me dijeron. “Además, esas fogatas están íntimamente relacionadas con uno de los dos modos de alcanzar lo alto de la montaña”. “Ah, ya comprendo, se trata de señales luminosas para el posible aterrizaje de helicópteros”. “No sea usted vulgar ni fantasioso”, me dijeron, cortantes. “No tergiverse ni un ápice nuestras palabras, pues ya le dijimos antes con meridiana claridad que las fogatas sirven para ahuyentar a los depredadores”. “Es verdad, lo había olvidado, me había armado un lío o quizá es que no acabo de creerme nada”. “Más le valdría creerse a pies juntillas todo lo que le decimos”. “¿Quiénes se encuentran en el campamento?” “Lo desconocemos”. “Bueno, menos mal que no lo sabéis todo”. Me miraron con una mezcla de asco y de insolencia. “Es que, como sabéis, la ignorancia es el único camino hacia el conocimiento”. “¿Y no será más bien que el conocimiento se alimenta de sí mismo?”, preguntaron, redichos, sin darme opción a réplica alguna. “Usted ha venido hoy aquí preguntando por esas luces que se ven en lo alto de la montaña y por la manera de llegar hasta allí; nosotros, armándonos de toda nuestra paciencia y empleando todas nuestras reservas de amabilidad, le hemos respondido lo que sabíamos. Y entonces usted, en agradecimiento, se permite cuestionar nuestras informaciones y nuestros consejos, insinúa que podemos estar equivocados y plantea sus propias hipótesis sobre lo que dejó claro que desconocía por completo”. No supe qué responderles. La gasolinera llevaba unos minutos sin recibir clientela. El viento arrastraba hojas, trozos de servilleta, mariposas y desconsuelo. Los chicos estaban sentados en unas sillas blancas de plástico tomándose unas cervezas. Hacía ya un rato que había repostado y creía estar en condiciones de emprender la exploración de aquella montaña. Me apasionaba llegar de noche a lo más alto de las montañas de la isla y llevarme algún recuerdo que luego clasificaba en las gavetas de mi escritorio con una etiquetita en la que figuraban el nombre de la montaña y la fecha de la visita. No era, desde luego, una colección muy original, pero para mí era única. Había objetos de lo más variopintos. Uno de los más extraños, creo, era una especie de homúnculo de arcilla de unos diez centímetros de largo con sendos alfileres clavados en la boca y en salva la parte. A veces, en momentos especiales, yo lo extraía del cajón, lo manoseaba, retiraba alguno de los alfileres y volvía a clavarlo en su lugar original. Sentí sed y compré una cerveza en la máquina expendedora. Les pregunté a los chicos de la gasolinera si querían otra, pero ambos, al unísono, contestaron que no. Sus miradas eran a estas alturas hoscas, arrogantes, incluso un poco desconfiadas. No había mucho más que hacer allí, así que me marché.     

sábado, 4 de agosto de 2012

PUNTA DEL HIDALGO

No se puede escribir desde la conmiseración, pero quizá sí en función de la misericordia. ¿Qué es la misericordia? Las palabras podrán significar lo que signifiquen, pero nunca significan más que una especie de olor. El olor de la misericordia es parecido al del salitre. Es una vaharada repugnante que acaba impregnando no solo la ropa sino incluso la propia piel de los misericordes. La piel, hace ya tiempo que la piel se olvidó de todos los potingues con que se engalanaba para encandilar a otras pieles una vez que se le ajó su brillo natural, pero aún es bastante sensible a la misericordia que algunas noches la visita en forma de salitre. Estas paredes desconchadas, por ejemplo, o el solar sin construir encajonado entre dos casas edificadas como prolongación de la roca, o también las barandillas oxidadas desde las que se contempla sin entusiasmo una recua de barcas varadas no lejos de la orilla. Todo esto no es más que la cara visible o palpable de la misericordia. La cara de su olor, la cara de su sudor tan agrio como esos pedos del mar filtrados a través de las alcantarillas lindantes con la cofradía de pescadores y los otros bares. El muellito, vaya. El muellito del cerveceo contumaz, de las ratas sanguinolentas que bajan de madrugada a limpiarse las heridas con el agua del mar, el muellito de las cuerdas de amarre podridas de tanto orín y de tanta grasa y alquitrán. Sigilosas, repentinas, aflautadas y ariscas, las corrientes de los vientos alisios pasan entre los resquicios o las escaleritas de vértigo en busca de un apareamiento con la calima africana, apareamiento que, una vez que tiene lugar, engendra el más asqueroso de los climas. Entonces la misericordia pasa a significar la pústula y el desafuero. A lo que apunta todo esto es a una enfermedad rara cuyos síntomas más evidentes vienen a coincidir con los de tres o cuatro trastornos neurológicos. El paseo se convierte enseguida en un marasmo de farallones, colmillos gigantes a modo de ensenadas, malpaíses correosos en los que unas figuras espectrales pescan al atardecer y turbios recovecos que solo en alguna pesadilla de otra época podrían haberse usado para darse baños de mar. A estas alturas avanzamos ya inmersos en una pesadez que no difiere tanto de una especie de levedad, pero no porque se haya sublimado o espiritualizado ninguno de los elementos constituyentes de dicha pesadez, sino porque lo que pesa parece al mismo tiempo levantarse a sí mismo. No es que la misericordia se haya convertido para entonces en una suerte de halterofilia del alma, ni en ninguna otra filia conocida, más bien al contrario: continúa identificándose con una supuración involuntaria, con un hálito pegajoso que nos va rodeando hasta que casi parece acogotarnos. Y a partir de entonces no nos suelta nunca, para que lo poco que consigamos respirar se lo debamos a esa presión de menos que nos imprime en su lento estrangulamiento. Ni las luces solitarias en dos o tres de las barquitas varadas, ni las risas dispersas de algunos grupos de jóvenes fiesteros, ni las antorchas de los tranquilos hoteles-balneario conseguirán raspar esa segunda piel nuestra, la lepra de la misericordia. Es inútil intentar escapar de ella por mucho que se camine en dirección al faro o en busca del pescado fresco de la cofradía. Cada paso es un desmoronamiento y una restitución del cuerpo a la nada en la que ya no habrá pasos (no he sabido decirlo con menos pedantería). Es completamente inútil imaginarse e incluso sentir lo que quiera que sea, pues la única costra verdadera es la de la misericordia purulenta, el olor a desagües, la pátina rasposa que no sale nunca, el vertedero o el silencio de más allá del tiempo en este lado del tiempo.

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UNA INCURSIÓN INVERNAL EN LA CASA DE CAMPO

Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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