viernes, 11 de junio de 2010

IMPROMPTU

Para Bruno Mesa

22 de octubre de 2009. Hoy. Ayer. Nunca mañana. Qué he estado haciendo hasta esta hora de sombra en que me veo reflejado en la pantalla del ordenador. Qué número hace el último paso que he dado antes de entrar en casa, quiero decir qué número en el cómputo total de los pasos que he dado desde que aprendí a caminar. Si me pregunto por el número es porque detrás de cada paso hay tal vez un pensamiento, una mirada, un deseo, una contienda, un desamparo, un desafío, una palabra, un camino posible o imposible; porque cada paso es distinto de los que lo preceden y de los que lo siguen y porque cada paso cuenta de un modo distinto aunque no lo parezca. Me entretuve, lo sé. Me paré en una esquina sin saber qué hacer. Da igual, me dije, hacer esto o lo otro, y casi igual ser o no ser. Devolví en el videoclub una película mexicana que no pude ver completa anoche: era ya un poco tarde y tenía que acostarme pues hoy (ayer) me levantaba temprano. La dejé a la mitad, justo después de que el protagonista se desplome junto a un caballo muerto al borde de un precipicio tras intentar suicidarse sin éxito. Su cabeza casi pegada a los genitales podridos del caballo muerto. Poco antes ha sacado la pistola que lleva guardada en su chamarra y se la ha dirigido a la sien mientras un aguacero de proporciones bíblicas lo sume en una ausencia mayor que la buscada, lo hace regresar al que fue antes de ser, a un origen que apenas recuerda aunque con cada gota que le cae en la cara se despierte una astilla de esa luz silenciosa que ha perdido y que busca como un loco o como un santo. Tomé luego el metro y me fijé en los zapatos que me rodeaban, en sus movimientos erráticos de entrada y de salida. Una danza vacía a ras de suelo. Y me fijé también en que nadie se fijaba en nadie a pesar de que todo el mundo iba solo y que mirar a los demás hubiera sido en cierto modo entrar en contacto con ellos. Al llegar al barrio donde vivo compré en un bazar chino una mochila para el viaje y una grasera para el aceite ya usado. También fruta y carne de membrillo. Y todo esto, además de anodino, dirán ustedes, qué tendrá que ver con el libro que hoy se presenta. Qué tendrán que ver unos cuantos pasos sumados hoy, ayer, al cómputo absurdo de mis pasos, una película mexicana titulada Japón, un viaje en metro, unas compras, incluso las clases no mencionadas pero impartidas hoy, ayer por la mañana, qué tendrán que ver, dirán ustedes, con unos poemas escritos hace más de quince años y publicados ahora. También yo me lo pregunto. Y si lo hago es porque estoy convencido de que algún tipo de relación debe de haber. Detrás de cada nombre hay un rostro, aunque haya sido borrado, lo mismo que detrás de cada instante hay siempre otro instante perdido que hace señas desde su desaparición. Citaré dos versos: “Detrás de estas palabras hubo un cuerpo / que se eclipsó un instante y espera, algún día, regresar”. Esto he dicho en otro libro, más reciente en su escritura que el que hoy presentamos, y acaso ese cuerpo que yace derrumbado entre la vida y la muerte en la película mexicana no espera regresar a parte alguna sino fundirse con el sueño de otro cuerpo imposible. En la película, ese cuerpo, el cuerpo envejecido del protagonista, busca mediante la masturbación un placer que no es sólo físico ni sensorial: la imagen prístina de un cuerpo joven aparece de pronto en sus recuerdos, como una salvación, como un don, como un regalo espiritual. Todo lo que estuvo sigue estando, podría pensarse, pero escondido, difuso, velado. El piso de una calle cualquiera de esta misma ciudad en la que estamos: una habitación que era la mía no recuerdo ya cuándo, una ventana frente a la mesa de estudio, unos balcones al otro lado de la calle, sus toldos verdes estremecidos al viento, un pasillo que unía las habitaciones y que en lo más profundo y silencioso de la noche (sé que hay una palabra para ese momento pero no la recuerdo) era un túnel del tiempo, un pasadizo para el ciego del alba, como diría un amigo, o para el ciego en que yo me transformaba al ir a beber agua a la cocina. Cuerpos dormidos de mis padres, de mi hermana, cuerpos amados que respiran, cama de mis padres en la que yo querría volver a dormir como cuando tenía fiebre siendo un niño, cama de mi hermana que en algunas tardes antiguas servía como campo de tiro para nuestras canicas… Pero basta. La infancia es un sumidero infinito. Más tarde entrevemos un paisaje de deseo espectral. Se cava en el propio corazón sin preocuparse de que siga latiendo. Se cava y se cava hasta que de pronto se encuentra la fuente del llanto. En el mismo lugar en que se creía poder hallar el abrazo más puro de la vida empieza uno a sentir la punzada de una pregunta sin respuesta, de un dolor que aumenta a medida que se cava o que se habla. Buscamos una sola palabra capaz de borrar toda la ausencia, pero el único camino que hacia ella tenemos es desenterrar una palabra tras otra como en un ritual de máscaras sufrientes que nos fuéramos probando. Esta no. Esta no. Esta tampoco. Ni esta. Basta. Sal. Palabra. Ven. Ya. Hoy. Di. Yo. Tú. No. No. No. Qué. Por. Qué. Ven. Ven. Pa. La. Bra. A. Mor. A. Mor.

* Texto leído en octubre de 2009 con motivo de la presentación de mi libro de poemas Detrás de tu nombre, publicado por la Obra Social y Cultural de Cajacanarias.

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